II
La entrada en el mundo
Hacia el fin de esta primera semana del mes de diciembre, Rastignac recibió dos cartas, una de su madre y otra de su hermana mayor. Estas escrituras tan conocidas le hicieron palpitar a la vez de felicidad y de temor. Aquellos frágiles papeles contenían una sentencia de vida o de muerte con respecto a sus esperanzas. Si concebía cierto terror al acordarse de los apuros que pasaban sus padres, era porque sabía cuán grande era el cariño que le tenían para no temer haber sorbido hasta sus últimas gotas de sangre. La carta de su madre estaba concebida en los siguientes términos:
Querido hijo, te mando lo que me has pedido. Emplea bien este dinero, que yo no podría encontrar por segunda vez, aunque se tratara de salvar tu vida, sin que tu padre fuera advertido acerca de ello, lo cual perturbaría la armonía de nuestro hogar. Para procurárnosla nos veríamos obligados a dar garantías sobre nuestras tierras. Me es imposible juzgar el mérito de unos proyectos que desconozco; pero ¿de qué naturaleza son ellos para que tú temas confiármelos? Esta explicación no requería volúmenes; a las madres con una palabra nos basta, y esta palabra me habría evitado las angustias de la incertidumbre. No podría ocultarte la dolorosa impresión que tu carta me ha causado. Querido hijo, ¿cuál es, pues, el sentimiento que te ha obligado a asustar de tal modo mi corazón? Has debido sufrir mucho al escribirme, porque yo he sufrido mucho al leerte. ¿En qué carrera te has lanzado, pues? ¿Acaso tu vida, tu felicidad dependerían de querer aparentar lo que no eres, ver un mundo en el que tú no podrías entrar sin hacer unos gastos de dinero que tú no puedes sostener, sin perder un tiempo precioso para tus estudios? Mi buen Eugenio, cree el corazón de tu madre; los caminos tortuosos no conducen a nada grande. La paciencia y la resignación deben constituir las virtudes de los jóvenes que se encuentran en tu situación. No te censuro; no querría comunicar ningún acento de amargura a nuestra ofrenda. Mis palabras son las de una madre tan confiada como previsora. Si tú sabes cuáles son tus obligaciones, yo también sé cuán puro es tu corazón, cuán excelentes son tus intenciones. Así, puedo decirte sin temor: ¡Vamos, hijo amado, adelante!
Tengo miedo porque soy madre; pero cada uno de tus pasos será tiernamente acompañado por nuestros votos y bendiciones. Sé prudente, hijo. Debes ser prudente como un hombre; el destino de cinco personas descansa sobre tu cabeza. Sí, toda nuestra fortuna se halla en ti, como tu felicidad es la nuestra. Rogamos a Dios que te secunde en tus empresas. Tu tía Marcillac ha sido, en estas circunstancias, de una bondad inaudita. Tiene debilidad por ti, me decía con alegría. Eugenio, ama mucho a tu tía; no te diré lo que ha hecho por ti más que cuando hayas logrado lo que te propones; de otro modo, su dinero te quemaría los dedos. Vosotros, los hijos, no sabéis lo que significa el sacrificar unos recuerdos. Pero ¿qué es lo que no os sacrificaríamos? Me encarga que te diga que te besa la frente, y querría comunicarte con este beso la fuerza para ser a menudo feliz. Esta buena y excelente mujer te habría escrito si no tuviera gota en los dedos. Tu padre está bien. La cosecha de 1819 sobrepasa nuestras esperanzas. Adiós, hijo mío. No diré nada de tus hermanas: Laura te escribe. Le dejo a ella el placer de charlar acerca de la familia. Haga el cielo que logres tu propósito. Sí, sí, es preciso, Eugenio; me has hecho conocer un dolor demasiado vivo para que pueda soportarlo por segunda vez. He sabido lo que era ser pobre, al desear la fortuna para dársela a mi hijo. Vamos, adiós. No nos dejes sin noticias tuyas y recibe el beso que te manda tu madre.
Cuando Eugenio hubo acabado de leer esta carta estaba deshecho en lágrimas; pensaba en papá Goriot rompiendo su plata sobredorada y vendiéndola para pagar la letra de cambio de su hija. «Tu madre ha roto sus joyas», se decía. «Tu tía ha llorado sin duda al vender algunas de sus reliquias. ¿Con qué derecho habrías de maldecir tú a Anastasia? Tú acabas de imitar con el egoísmo de tu porvenir lo que ha hecho ella por su amante. ¿Quién es mejor, tú o ella?».
El estudiante sintió en sus entrañas un dolor intolerable. Quería renunciar a la alta sociedad, quería rehusar aquel dinero. Experimentó aquellos nobles y hermosos remordimientos secretos cuyo mérito es raramente apreciado por los hombres al juzgar a sus semejantes y que a menudo hacen que los ángeles del cielo absuelvan al criminal condenado por los juristas de la tierra. Rastignac abrió la carta de su hermana, cuyas expresiones inocentemente graciosas le refrescaron el corazón.
Tu carta nos ha llegado en un momento muy oportuno, querido hermano. Águeda y yo queríamos emplear nuestro dinero en cosas tan diversas, que no sabíamos qué hacer con él. Tú has hecho como el criado del rey de España cuando puso al revés los relojes de su señor; tú nos has puesto de acuerdo. Realmente, siempre estábamos discutiendo acerca de aquel de nuestros deseos al que habríamos de dar la preferencia, y no habíamos adivinado, querido Eugenio, el empleo que abarcaba todos nuestros deseos. Águeda ha saltado de alegría. En fin, hemos estado locas de contentas todo el día, de suerte que nuestra madre nos decía con su aire severo: Pero ¿qué os ocurre, niñas? Creo que si nos hubiera regañado un poco, aún habríamos estado más contentas. Una mujer debe hallar placer en sufrir por aquel a quien ama. Yo estaba un poco triste en medio de mi alegría. Sin duda seré una mala esposa, porque soy muy gastadora. Yo me había comprado dos cinturones, un lindo punzón para los ojetes de mis corsés, de suerte que tenía menos dinero que Águeda, que es ahorradora y acumula sus escudos como una urraca. Ella tenía doscientos francos. Yo, en cambio, no tengo más que cincuenta escudos. He sido bien castigada; quisiera echar mi corazón en el pozo, ya que siempre tendré remordimientos de llevarlo. Te he robado, hermano mío. Águeda ha estado encantadora. Me ha dicho: Enviemos los trescientos cincuenta francos las dos juntas. Pero no te he contado las cosas como sucedieron. ¿Sabes lo que hicimos para obedecer tus mandatos? Cogimos nuestro dinero, fuimos a pasear las dos y cuando estuvimos en la carretera principal, corrimos hacia Ruffec, donde entregamos la suma al señor Grimbert, que regenta la oficina de las Mensajerías reales. Al regresar, íbamos ligeras como golondrinas. Es que la felicidad nos daba alas, me decía Águeda. Dijimos mil cosas que no voy a repetiros, señor parisiense, pues hablamos mucho de vos. ¡Oh!, querido hermano, te queremos mucho, dicho está todo en dos palabras. En cuanto al secreto, según mi tía, unas criaturas como nosotras somos capaces de todo, incluso de callar. Mi madre ha ido misteriosamente a Angulema con mi tía, y las dos han guardado silencio sobre la alta política de su viaje, que no ha tenido lugar sin largas conferencias de las cuales hemos sido alejadas, así como el señor barón. Grandes conjeturas ocupan las mentes en el estado de Rastignac. El vestido de muselina sembrada de flores que bordan las infantas para Su Majestad la reina prosigue con el mayor secreto. Sólo quedan por hacer dos anchos de la tela. Han decidido que no se construirá una pared por la parte de Verteuil, sino que se hará un seto. La gente perderá frutos, espaldares, pero se ganará una hermosa vista para los forasteros. Si el presunto heredero tenía necesidad de pañuelos, se le previene que la señora de Marcillac, al rebuscar en sus tesoros y sus maletas, designadas con los nombres de Pompeya y Herculano, ha descubierto una bella tela de Holanda, que ella no conocía; las princesas Águeda y Laura ponen a sus órdenes su hilo y su aguja y unas manos que cada vez están más rojas.
Los dos jóvenes príncipes don Enrique y don Gabriel han conservado la funesta costumbre de darse un atracón de arrope, de hacer rabiar a sus hermanas, de no querer estudiar, de divertirse sacando pájaros de sus nidos, de armar ruido. Adiós, querido hermano; nunca hubo una carta que llevara tantos votos por tu felicidad. Tendrás muchas cosas que contarnos cuando vengas. Me lo contarás todo a mí, que soy la mayor. Mi tía nos ha permitido sospechar que tienes éxito en la sociedad. Se habla de una dama y se guarda silencio sobre lo demás. Eugenio, si quisieras, podríamos prescindir de pañuelos y te haríamos camisas. Contéstame pronto sobre este punto. Si te hicieran falta hermosas camisas bien hechas, nos veríamos obligadas a comenzar en seguida; y si hubiera en París una moda que no conociésemos, podrías mandarnos un modelo, sobre todo para los puños. Te doy un beso en la frente, sobre el lado izquierdo, cuya sien me pertenece de un modo exclusivo. Dejo el otro pliego para Águeda, que ha prometido no decirte nada de lo que te digo yo. Pero, para estar segura, permaneceré cerca de ella mientras escriba. Tu hermana que te quiere, Laura de Rastignac.
—¡Oh, sí —se dijo Eugenio—, la fortuna a toda costa! Nada podría pagar tanto amor. Yo querría darles toda la felicidad del mundo. ¡Mil quinientos cincuenta francos! —se dijo después de una pausa—. Es preciso que cada pieza sea bien utilizada. Laura tiene razón. No tengo más que camisas de tela burda. Para la felicidad de otra persona, una joven se vuelve tan astuta como un ladrón. Inocente para ella y previsora para mí, es como un ángel del cielo que perdona las faltas de la tierra sin comprenderlas.
El mundo le pertenecía. Ya su sastre había sido convocado, sondeado, conquistado. Al ver al señor de Trailles, Rastignac había comprendido la influencia que ejercen los sastres en la vida de los jóvenes. ¡Ay!, no existe término medio: un sastre es un enemigo mortal o un amigo dado por la factura. Eugenio encontró en el suyo a un hombre que había comprendido la paternidad de su comercio, y que se consideraba como un trazo de unión entre el presente y el futuro de los jóvenes. Así, Rastignac, agradecido, labró la fortuna de aquel hombre por una de aquellas frases en las que más tarde destacaría: «Sé que ha hecho —decía— dos pantalones que han sido causa de que se hicieran dos bodas de veinte mil libras de renta.».
¡Mil quinientos francos y trajes a discreción! En aquel momento el pobre meridional ya no dudó de nada y bajó a desayunar con aquel aire vago que da a un joven la posesión de una suma cualquiera. En el instante en que el dinero se desliza en el bolsillo de un estudiante, se levanta dentro de sí una columna fantástica en la cual él se apoya. Se siente seguro, con los movimientos ágiles; el día antes, humilde y tímido, habría recibido golpes; al día siguiente los daría a un primer ministro. Ocurren en él fenómenos inauditos: todo lo quiere y todo lo puede, desea a diestro y siniestro; es alegre, generoso, expansivo. En fin, el pájaro que poco antes carecía de alas puede ahora volar alto. El estudiante sin dinero atrapa una brizna de placer como perro que roba un hueso a través de mil peligros, lo rompe, chupa la médula y corre aún; pero el joven que hace saltar en su bolsillo algunas fugitivas piezas de oro saborea sus goces, los enumera, se complace en ellos, ya no sabe lo que es la palabra miseria. París le pertenece por entero. ¡Edad en la que todo es reluciente, todo centellea y llamea! ¡Edad de fuerza gozosa de la que nadie se aprovecha, ni el hombre ni la mujer! ¡Edad de las deudas y de los vivos temores que multiplican todos los placeres! El que no ha vivido en la orilla izquierda del Sena, entre la calle Saint-Jacques y la calle de los Saints-Pères, no conoce nada de la vida humana.
«¡Ah, si las mujeres de París lo supieran! —decíase Rastignac devorando las peras cocidas servidas por la señora Vauquer—. Vendrían a hacerse amar aquí». En aquel momento presentóse en el comedor un cartero de las Mensajerías reales. Preguntó por el señor Eugenio de Rastignac, al que entregó dos bolsas y le dio a firmar un recibo. Rastignac recibió entonces como un latigazo una profunda mirada que le dirigió Vautrin.
—Tendréis con qué pagar lecciones de armas y sesiones de tiro —le dijo.
—Ya han llegado los galeones —dijo la señora Vauquer mirando las bolsas.
La señorita Michonneau tenía miedo de mirar las bolsas para no dejar traslucir su codicia.
—Tenéis una buena madre —le dijo la señora Couture.
—El señor tiene una buena madre —repitió Poiret.
—Sí, mamá se ha hecho una sangría —dijo Vautrin—. Ahora ya podéis entrar en sociedad, pescar dotes y bailar con condesas que llevan flores de melocotonero en la cabeza.
Vautrin hizo el gesto del hombre que apunta hacia el adversario. Rastignac quiso dar una propina al cartero, pero no encontró nada en el bolsillo. Vautrin buscó en el suyo y dio veinte sueldos al hombre.
—Tenéis buen crédito —repuso éste mirando al estudiante.
Rastignac viose obligado a darle las gracias, aunque después de las palabras ásperamente cambiadas el día en que había regresado de casa de la señora de Beauséant, aquel hombre le resultase insoportable. Durante aquellos ocho días, Eugenio y Vautrin habían permanecido silenciosos uno delante del otro, observándose recíprocamente. El estudiante se preguntaba en vano por qué. Sin duda las ideas se proyectan en razón directa de la fuerza con que se conciben, y van a dar allí adonde el cerebro las envía por una ley matemática comparable a la que dirige las bombas al salir del mortero. Los efectos son diversos. Si las naturalezas tiernas en las que se alojan las ideas, por las cuales son asoladas, hay también naturalezas vigorosamente fortificadas, cráneos con murallas de bronce sobre las cuales las voluntades de los demás se quiebran y caen las balas ante una fortaleza; además, hay también unas ralezas flojas y algodonosas en las que las ideas ajenas vienen a perderse como en tierra blanda. Rastignac poseía una de esas cabezas llenas de pólvora que saltan al menor choque. Era demasiado vivazmente joven para no ser accesible a esa proyección de las ideas, a ese contagio de los sentimientos de los cuales tantos extraños fenómenos nos hieren sin que nos demos cuenta. Su vista moral poseía el alcance lúcido de los ojos del lince. Cada uno de sus dobles sentidos poseía este alcance misterioso, esta flexibilidad de ir y volver que nos maravilla en las personas superiores. Por otra parte, desde hacía un mes, habíanse desarrollado en Eugenio tantas cualidades como defectos. Sus defectos se los habían exigido el mundo y el cumplimiento de sus crecientes deseos. Entre sus cualidades se encontraba aquella vivacidad meridional que impulsa a ir derecho hacia la dificultad para resolverla, y que no permite a ten hombre de más allá del Loira permanecer en una incertidumbre cualquiera; cualidad que las gentes del Norte llaman defecto: para ellos, si esto fue el origen de la fortuna de Murat, fue también la causa de su muerte. Habría que llegar a la conclusión de que cuando un meridional sabe unir la astucia del Norte y la audacia de más allá del Loira, es completo, y es rey de Suecia. Rastignac no podía, pues, permanecer mucho tiempo bajo el fuego de las baterías de Vautrin sin saber si aquel hombre era su amigo o su enemigo. A veces le parecía como si aquel hombre singular penetrara sus pasiones y leyera en su corazón, mientras que en él todo estaba tan herméticamente cerrado que parecía poseer la inmovilidad de una esfinge que todo lo sabe, todo lo ve y no dice nada. Sintiendo llena la bolsa, Eugenio se irritó.
—Hacedme el favor de aguardar —dijo a Vautrin, que se levantaba para salir después de haber saboreado los últimos sorbos de café.
—¿Por qué? —respondió el cuarentón, poniéndose su sombrero de anchas alas y cogiendo un bastón de hierro con el que a menudo hacía molinetes como un hombre que no hubiera temido verse asaltado por cuatro ladrones.
—Voy a devolveros el dinero —dijo Rastignac, que deshizo en seguida una de las bolsas y entregó ciento cuarenta francos a la señora Vauquer—. Las buenas cuentas hacen los buenos amigos —dijo a la viuda—. Estamos en paz hasta el día de San Silvestre. Cambiadme estos cien escudos.
—Los buenos amigos hacen las buenas cuentas —repitió Poiret mirando a Vautrin.
—Aquí tenéis veinte sueldos —dijo Rastignac entregando una moneda a la esfinge con peluca.
—Diríase que tenéis miedo de deberme algo —exclamó Vautrin lanzando una mirada adivinadora al alma del joven, a quien dirigió una de aquellas sonrisas filosóficas con las que Eugenio estuvo cien veces a punto de enfadarse.
—Pues…, sí —respondió el estudiante, que tenía sus dos bolsas en la mano y se había levantado para subir a su habitación.
Vautrin salía por la puerta que daba al salón y el estudiante se disponía a marcharse por la que daba acceso a la escalera.
—Sabéis, señor marqués de Rastignacorama, que lo que me decís no es precisamente cortés —dijo entonces Vautrin cerrando de golpe la puerta del salón y avanzando hacia el estudiante, el cual le miró fríamente.
Rastignac cerró la puerta del comedor, llevando con él a Vautrin a la parte baja de la escalera, junto a una puerta que daba al jardín. Allí el estudiante dijo delante de Silvia, que salía de la cocina:
—Señor Vautrin, yo no soy marqués y no me llamo Rastignacorama.
—Van a batirse —dijo la señorita Michonneau con aire indiferente.
—¡Abatirse! —repitió Poiret.
—No —dijo la señora Vauquer acariciando su montón de escudos.
—Pues ya se dirigen hacia los tilos —gritó la señorita Victorina levantándose para mirar al jardín—. Sin embargo, ese joven tiene razón.
—Subamos, pequeña mía —dijo la señora Couture—; esos asuntos no nos incumben.
Cuando la señora Couture y Victorina se levantaron, encontraron junto a la puerta a la gruesa Silvia que les cerraba el paso.
—¿Qué hay, pues? —dijo—. El señor Vautrin ha dicho al señor Eugenio: «¡Expliquémonos!». Luego le ha cogido del brazo y helos ahí que se dirigen hacia nuestras alcachofas.
En aquel momento apareció Vautrin.
—Señora Vauquer —dijo sonriendo—, no os asustéis de nada. Voy a probar mis pistolas bajo los tilos.
—¡Oh!, señor —dijo Victorina juntando las manos—. ¿Por qué queréis matar al señor Eugenio?
Vautrin dio dos pasos atrás y contempló a Victorina.
—Es una historia larga de contar —exclamó con voz burlona que hizo ruborizarse a la pobre muchacha—. Es muy guapo ese mozo, ¿verdad? —añadió—. Me dais una idea.
La señora Couture había cogido por el brazo a su pupila y se la llevó de allí diciéndole al oído:
—Pero Victorina, estáis inconcebible esta mañana.
—No quiero que se disparen tiros de pistola en mi casa —dijo la señora Vauquer—. ¡No vayáis a asustar a todo el vecindario y hacer que venga la policía!
—Vamos, calma, señora Vauquer —respondió Vautrin.
Fue a reunirse con Rastignac, al que cogió familiarmente del brazo.
—Aun cuando os demostrase que a treinta y cinco pasos meto cinco veces seguidas mi bala en un naipe —le dijo—, no perderíais vuestro valor. Me parecéis un testarudo, y os haríais matar como un imbécil.
—Retrocedéis —dijo Eugenio.
—No me calentéis la bilis —repuso Vautrin—. Esta mañana no hace frío; venid a sentaros conmigo allá abajo —dijo señalando las sillas pintadas de verde—. Allí nadie nos oirá. Tengo que hablar con vos. Sois un jovencito al que no quiero mal. ¡Os aprecio, a fe de Vautrin! ¿Por qué os aprecio? Voy a decíroslo. Entretanto, os conozco como si os hubiera hecho, y voy a demostrároslo. Poned vuestras bolsas ahí —dijo a continuación señalando la mesa redonda.
Rastignac dejó su dinero encima de la mesa y se sentó, presa de una curiosidad que fue desarrollada en él en el más alto grado por el cambio súbito operado en las maneras de aquel hombre que, después de haber hablado de matarle, se las daba de protector.
—Querríais saber quién soy, lo que he hecho o lo que hago —repuso Vautrin—. Sois demasiado curioso, pequeño. Vamos, calma. He tenido muchas desgracias. Primero escuchadme, luego me contestaréis. He aquí mi vida anterior en pocas palabras. ¿Quién soy? Vautrin. ¿Qué hago? Lo que me da la gana. Adelante. ¿Queréis conocer mi carácter? Soy bueno con aquellos que me hacen bien o cuyo corazón le habla al mío. A éstos todo les está permitido; pueden darme puntapiés en la espinilla, sin que yo les diga: ¡Cuidado! Pero soy malo como el diablo con aquellos que me fastidian o que no me agradan. Y bueno es que sepáis que no me cuesta esfuerzo liquidar a un sujeto así —dijo escupiendo—. Sólo que procuro matarlo limpiamente cuando hay que matarlo. Soy lo que vos llamáis un artista. Tal como me veis, he leído las Memorias de Benvenuto Cellini, y en italiano. Aprendí de ese hombre a imitar a la Providencia, que nos mata a diestro y siniestro, y a amar lo bello dondequiera que se encuentre.
Por otra parte, ¿no es estupendo luchar uno solo contra todos? He reflexionado mucho sobre la constitución de vuestro desorden social. Pequeño, el duelo es un juego de niños, una tontería. Cuando de dos hombres vivos debe desaparecer uno de ellos, hay que ser imbécil para confiar en la casualidad. ¿El duelo? Cara o cruz. Meto cinco balas seguidas dentro de un naipe reforzando cada bala sobre la otra, y esto a treinta y cinco pasos. Cuando uno está dotado de este pequeño talento, puede estar seguro de acabar con su hombre. Bien, he disparado sobre un hombre a veinte pasos, y he fallado la puntería. El imbécil no había manejado una pistola en toda su vida. ¡Mirad! —dijo aquel hombre extraordinario desabrochándose el chaleco y mostrando su pecho velludo como la espalda de un oso, pero provisto de una crin rubia que producía una especie de asco mezclado con espanto—, aquel imbécil me enrubió el vello —añadió metiendo el dedo de Rastignac en un agujero que tenía en el pecho—. Pero en aquel entonces yo era un chiquillo; tenía vuestra edad, veintiún años. Todavía creía en algo, en el amor de una mujer, un montón de tonterías en las que vos vais a embrollaros. Nos habríamos batido, ¿verdad? Habríais podido matarme. Suponed que yo estuviera en tierra. ¿Dónde estaríais vos? Sería preciso huir, ir a Suiza, comer el dinero de papá, que no tiene mucho. Voy a explicaros la situación en que os encontráis; pero voy a hacerlo con la superioridad de un hombre que, después de haber examinado las cosas de aquí abajo, ha visto que sólo había dos partidos a tomar: o una estúpida obediencia o la revuelta. Yo no obedezco a nada, ¿está claro? ¿Sabéis lo que os hace falta en la situación en que os encontráis? Un millón, y pronto; sin ello, con nuestra cabecita podríamos ir a pasear a Saint-Cloud para ver si hay un Ser Supremo. Este millón yo voy a dároslo.
Vautrin hizo una pausa para mirar a Eugenio.
—¡Ja, ja! Ya le ponéis mejor cara a vuestro papaíto Vautrin. Al oír estas palabras sois como una jovencita a la que se le dice: Hasta la noche, y que se arregla relamiéndose como un gatito que bebe leche en un plato. ¡Vamos, pues! Voy a hablaros de vos, jovencito. Allá abajo tenemos a papá, a mamá, a la tía, a dos hermanas (dieciocho y diecisiete años) y dos hermanitos (quince y diez años); he aquí el control de la tripulación. La tía educa a las hermanas. El cura viene a enseñar latín a los dos hermanos. La familia come más castañas hervidas que pan blanco; papá procura no gastar demasiado los pantalones; mamá posee apenas un vestido de invierno y uno de verano; nuestras hermanas se las arreglan como pueden. Yo lo sé todo; he estado en el Sur. Las cosas ocurren así en vuestra casa. Tenemos una cocinera y un criado; hay que guardar las apariencias; papá es barón. En cuanto a nosotros, somos ambiciosos, tenemos a los Beauséant como aliados y vamos a pie; queremos fortuna y no tenemos un céntimo; comemos la bazofia que nos da la señora Vauquer y nos gustan las comidas del barrio de San Germán; nos acostamos en un catre y queremos un hotel. No os censuro por ello. El tener ambición, amiguito, no es algo que le sea concedido a todo el mundo. Preguntadles a las mujeres qué hombres les gustan: los ambiciosos. Los ambiciosos tienen los riñones más fuertes, la sangre más rica en hierro, el corazón más caliente que los otros hombres. Y la mujer se encuentra tan dichosa y tan bella en las horas en que es fuerte, que prefiere entre todos los hombres a aquel cuya fuerza es enorme, aunque corriera el peligro de ser destrozada por él. Yo hago el inventario de vuestros deseos con el fin de plantearos la cuestión. He aquí cuál es ella. Tenemos un hambre canina. ¿Qué haríamos para satisfacerla? Ante todo, hemos de comernos el Código; no es divertido, porque no enseña nada, pero hay que hacerlo. Sea. Nos hacemos abogados para convertirnos en presidentes de una audiencia, enviar a los pobres diablos que valen más que nosotros con una T. F. sobre la espalda, con el fin de demostrar a los ricos que pueden dormir tranquilos. No es divertido, y además muy largo. Ante todo, dos años en París, mirando sin poder tocar todas aquellas cosas que nos engolosinan. Es fatigoso estar siempre deseando algo sin poder satisfacer nunca nuestros deseos. Si fueseis pálido y de la naturaleza de los moluscos, no tendríais nada que temer; pero tenemos la sangre de los leones y un apetito como para cometer veinte tonterías al día. Sucumbiréis, pues, a este suplicio, el más horrible que hayamos encontrado en el infierno del buen Dios. Supongamos que seáis prudente, que bebáis leche y compongáis elegías; será preciso, generoso como sois, empezar, después de molestias y privaciones como para volver rabioso a un perro, convirtiéndoos en el sustituto de cualquier imbécil en un rincón de ciudad en la que el Gobierno os arrojará mil francos de sueldo como se le da a un perro un plato de sopa. Ladra contra los ladrones, defiende a los ricos, haz guillotinar a las personas de corazón. ¡Muy bien! Si no tenéis protectores os pudriréis en vuestro tribunal de provincia. Hacia los treinta años seréis juez con el sueldo de mil doscientos francos al año. Cuando lleguéis a la cuarentena os casaréis con alguna hija de molinero, rica de unas seis mil libras de renta. Si tenéis protecciones, seréis procurador del rey a los treinta años, con mil escudos de sueldo, y os casaréis con la hija del alcalde. Si cometéis algunas de esas bajezas políticas, como la de leer en un boletín Villèle en vez de Manuel (esto rima, esto tranquiliza la conciencia), a los cuarenta años seréis procurador general y podréis llegar a ser diputado. Observad, querido hijo, que habremos hecho traiciones a nuestra pequeña conciencia, habremos tenido veinte años de aburrimiento, de miserias secretas, y, nuestras hermanas se habrán quedado para vestir santos. Tengo el honor de haceros observar que no hay más que veinte procuradores generales en Francia, y que sois veinte mil aspirantes al cargo, entre los cuales se encuentran muchos farsantes que venderían a su familia para poder alcanzarlo. Si el oficio os desagrada, veamos otra cosa.
¿El barón de Rastignac quiere ser abogado? ¡Oh!, magnífico. Hay que pasarlo mal durante diez años, gastar mil francos al mes, tener una biblioteca, un despacho, frecuentar la sociedad, besar el traje de un procurador para poder tener pleitos, barrer el palacio de justicia con la lengua. Si este oficio os diera buen resultado, yo no diría que no; ¿pero podréis encontrarme en París cinco abogados que, a los cincuenta años de edad, ganen más de cincuenta mil francos al año? ¡Bah!, antes que cercenarme de tal modo el alma preferiría hacerme corsario. Por otra parte, ¿dónde encontrar escudos? Todo esto no es nada alegre. Tenemos el recurso en la dote de una mujer. ¿Queréis casaros? Será ataros una piedra al cuello; además, si os casaseis por el dinero, ¡qué sería de nuestros sentimientos de honor, de nuestra nobleza! Sería mejor comenzar hoy vuestra revuelta contra los convencionalismos humanos. Nada representaría el acostaros como una serpiente delante de una mujer, lamer los pies de la madre, cometer bajezas como para darle asco a una trucha, ¡uf! ¡Si con todo ello hubieseis de dar con la felicidad! Pero seríais desgraciado con una mujer con la que os hubieseis casado en tales circunstancias. Es mejor guerrear contra los hombres que luchar con la propia mujer. Ahí tenéis la encrucijada de la vida, jovencito; elegid. Ya habéis elegido: habéis estado en casa de nuestro primo de Beauséant, y habéis olido allí el lujo. Habéis estado en casa de la señora de Restaud, hija de papá Goriot, y allí habéis olido a la parisiense. Ese día habéis regresado con una palabra escrita sobre vuestra frente, y yo he podido leer: ¡Llegar! Llegar a toda costa. ¡Bravo!, he dicho; he ahí un buen mozo que me va. Os ha hecho falta dinero. ¿Dónde tomarlo? Habéis sangrado a vuestras hermanas. Todos los hermanos sangran más o menos a sus hermanas. Vuestros mil quinientos francos arrancados, Dios sabe cómo, en un país en el que hay más castañas que monedas de cien sueldos, van a desfilar como soldados. Después, ¿qué vais a hacer? ¿Trabajaréis? El trabajo, entendido como vos lo entendéis en este momento, da, en la vejez, un apartamento en casa de mamá Vauquer y unos hombres del tipo de Poiret. Una rápida fortuna es el problema que en este momento tratan de resolver cincuenta mil jóvenes que se hallan en vuestra situación. Vos formáis una unidad de ese número. Juzgad de los esfuerzos que tenéis que hacer y de lo encarnizado del combate. Es preciso que os devoréis los unos a los otros como arañas en una olla, dado que no existen cincuenta mil buenos puestos. ¿Sabéis cómo sigue aquí cada uno su camino? Por el brillo del talento o por la habilidad de la corrupción. Hay que penetrar en esa masa de hombres como una bala de cañón o deslizarse en ella como la peste. La honradez no sirve de nada. La gente admira el poder del talento, le odia, trata de calumniarlo, porque toma sin compartir; pero se le admira si persiste; en una palabra, se le adora de rodillas cuando no se le ha podido enterrar bajo el barro. La corrupción es fuerte, el talento es raro. Así, la corrupción es el arma de la mediocridad, que abunda, y por todas partes sentiréis su influencia. Veréis a mujeres cuyos maridos tienen seis mil francos de sueldo y que gastan más de diez mil francos en arreglarse. Veréis a empleados con mil doscientos francos comprar tierras. Podréis ver a mujeres que se prostituyen para ir en el coche del hijo de un par de Francia, que puede correr en Longchamp por la calzada de en medio. Habéis visto al pobre animal de Goriot obligado a pagar la letra de cambio endosada por su hija, cuyo marido tiene cincuenta mil libras de renta. Os desafío a dar dos pasos en París sin encontrar embrollos infernales. Apostaría la cabeza a que toparéis con un avispero en la primera mujer que os agrade, aunque sea rica, bella y joven. Todas están en guerra con sus maridos por cualquier asunto. No acabaría de contaros los enredos que se arman con respecto a sus amantes, trapos, hijos, o por la vanidad, raramente por la virtud; podéis estar seguro de ello. Así, el hombre honrado es el enemigo común.
Pero ¿qué creéis que es el hombre honrado? En París, el hombre honrado es el que se calla y se niega a tomar parte. No os hablo de esos pobres ilotas que en todas partes cumplen con su cometido sin verse jamás recompensados por su trabajo, y a los que yo llamo la hermandad de las chancletas de Dios. Cierto que allí se encuentra la virtud en toda la flor de su estupidez, pero allí también está la miseria. Desde aquí estoy viendo la mueca de esa buena gente si Dios nos hiciese la mala pasada de ausentarse durante el juicio final. Si, pues, queréis hacer pronto fortuna, hace falta ser ya rico o parecerlo. Para enriquecerse hay que ser muy audaz. Si en el centenar de profesiones que podréis abrazar se encuentran diez hombres que triunfan rápidamente, el público les llama ladrones. Sacad vuestras conclusiones. He ahí la vida tal como es. Esto no es más hermoso que la cocina; huele igual que ella; hay que ensuciarse las manos si uno quiere cocinar; sabed solamente lavaros bien: en esto estriba toda la moral de nuestra época. Si os hablo así del mundo, tengo derecho a hacerlo, porque lo conozco. ¿Creéis que lo censuro? En absoluto. Siempre ha sido así. Los moralistas no lo cambiarán nunca. El hombre es imperfecto. A veces es más o menos hipócrita, y los necios dicen entonces que carece de costumbres. No acuso a los ricos en favor del pueblo: el hombre es el mismo arriba, abajo y en medio. Por cada millón de ese rebaño se encuentran diez despreocupados que se colocan por encima de todo, incluso de las leyes. Yo soy uno de ellos. Vos, si sois un hombre superior, id en línea recta y con la cabeza alta. Pero habrá que luchar contra la envidia, la calumnia, la mediocridad, contra todo el mundo. Napoleón encontró un ministro de la guerra que se llamaba Aubry y al que fue preciso mandar a las colonias. Ved si vos podéis levantaros cada mañana con más voluntad que el día anterior. En estas circunstancias, voy a haceros una proposición que nadie rechazaría. Escuchadme bien. Tengo una idea. Mi idea consiste en ir a vivir una vida patriarcal en medio de una gran finca, en los Estados Unidos, en el Sur.
Quiero hacerme allí plantador, tener esclavos, ganar algunos milloncitos vendiendo mis bueyes, mi tabaco, mis bosques, viviendo como un soberano, haciendo lo que me dé la real gana, llevando una vida que aquí no se concibe, aquí donde la gente se acurruca en una madriguera de yeso. Yo soy un gran poeta. Mis poesías no las escribo: consisten en acciones y sentimientos. Poseo en este momento cincuenta mil francos que apenas me procurarían cuarenta negros. Tengo necesidad de doscientos mil francos, porque quiero doscientos negros, con objeto de satisfacer mis deseos de vida patriarcal. Negros, ¿sabéis? Se trata de criaturas con las que uno hace lo que quiere, sin que un procurador del rey os pida cuentas de ello. Con este capital negro, dentro de diez años tendré tres o cuatro millones. Si triunfo, nadie me preguntará: ¿quién eres? Yo seré el señor Cuatro Millones, ciudadano de los Estados Unidos. Tendré cincuenta años y no estaré aún podrido, por lo cual me divertiré a mi manera. Dicho en pocas palabras, si yo os procuro una dote de un millón, ¿me daréis doscientos mil francos? ¿Es demasiado? Os haréis amar de vuestra mujercita. Una vez casado, manifestaréis inquietudes, remordimientos, os haréis el triste durante quince días. Una noche, después de algunas monadas, declararéis, entre beso y beso, doscientos mil francos de deudas a vuestra mujer, diciéndole: «Amor mío». Este vodevil es representado a diario por los jóvenes más distinguidos. Una joven no rehúsa la bolsa a aquel que le roba el corazón. ¿Creéis que perderéis con ello? No. Hallaréis el medio de recuperar vuestros doscientos mil francos en un negocio. Con vuestro dinero y vuestro talento amasaréis una fortuna tan considerable como podáis desear. Ergo, habréis hecho, en el espacio de seis meses, vuestra felicidad, la de una mujer amable y la de vuestro papaíto Vautrin, sin contar la de vuestra familia, que se sopla los dedos en invierno por falta de leña. No os asombréis por lo que os propongo ni por lo que os pido. De sesenta bellas bodas que se celebran en París, hay cuarenta y siete que dan lugar a semejantes tráficos. La Cámara de los Notarios ha obligado al señor…
—¿Qué es preciso que haga yo? —dijo ávidamente Rastignac interrumpiendo a Vautrin.
—Casi nada —respondió aquel hombre dejando escapar un movimiento de alegría parecido a la sorda expresión del pescador que siente picar un pez al extremo del sedal—. Escuchadme bien. El corazón de una pobre muchacha desgraciada y miserable es la esponja más ávida para llenarse de amor, una esponja seca que se dilata tan pronto como cae en ella una gota de sentimiento. ¡Hacer la corte a una joven que se encuentra en condiciones de soledad, de desesperación y de pobreza sin que sospeche la fortuna que va a caerle encima! ¡Diantre!, esto es jugar sobre seguro. Estáis echando cimientos a un matrimonio indestructible. Si a esa joven le sobrevienen millones, os los arrojará a los pies como si se tratara de guijarros. ¡Toma, amado mío! ¡Toma, Alfredo! ¡Adolfo! ¡Toma, Eugenio!, dirá, si Alfredo, Adolfo o Eugenio han tenido la buena idea de sacrificarse por ella. Lo que yo entiendo por sacrificios es vender un traje viejo para ir a comer unas setas al Cadran-Bleu; de ahí, por la noche, al Ambigu-Comique; es empeñar el reloj para comprarle un chal. No os hablo de las tonterías del amor a que tan inclinadas son las mujeres, como, por ejemplo, esparcir unas gotas de agua sobre el papel de una carta a modo de lágrimas cuando uno está lejos de ellas: me parece que conocéis bien el argot del corazón. París, como veis, es como una selva del Nuevo Mundo, en la que se agitan veinte especies de tribus salvajes, los Illinois, los Hurones, que viven del producto que les dan las diferentes cazas sociales; vos sois un cazador de millones. Para cobrarlos usáis toda suerte de trampas. Hay diversas maneras de cazar. Unos cazan la dote, otros cazan el capital; aquéllos pescan conciencias; éstos venden a sus víctimas atadas de pies y manos. El que regresa con el morral lleno es saludado, festejado, recibido en la buena sociedad.
Hagamos justicia a este suelo hospitalario; tenéis que véroslas con la ciudad más complaciente del mundo. Si las orgullosas aristocracias de todas las capitales de Europa se niegan a admitir en sus filas a un millonario infame, París le abre los brazos, corre a sus fiestas, come sus banquetes y brinda con su infamia.
—Pero ¿dónde encontrar a una muchacha? —dijo Eugenio.
—La tenéis delante de vos.
—¿La señorita Victorina?
—¡Exactamente!
—¿Y cómo?
—¡Ya os ama vuestra pequeña baronesa de Rastignac!
—¡Pero si no tiene un céntimo! —repuso Eugenio, atónito.
—Ahí está el detalle. Dos palabras más —dijo Vautrin—, y todo quedará aclarado. El tío Taillefer es un viejo bribón que pasa por haber asesinado a uno de sus amigos durante la revolución. Es uno de esos sujetos, como yo, que tienen independencia en sus opiniones. Es banquero, principal socio de la casa Federico Taillefer y compañía. Tiene un hijo único, al que quiere legar sus bienes en detrimento de Victorina. A mí no me gustan estas injusticias. Yo soy como Don Quijote, me gusta defender al débil contra el fuerte. Si la voluntad de Dios fuera arrebatarle a su hijo, Taillefer se haría cargo entonces de su hija; querría un heredero cualquiera, una tontería que se encuentra en la naturaleza, y él no puede tener más hijos, yo lo sé. Victorina es dulce y amable, pronto habrá engatusado a su padre y le hará girar como tina peonza con el bramante del sentimiento. Será demasiado sensible a vuestro amor para olvidaros, y se casará con vos. Yo me encargaré del papel de la Providencia, yo haré la voluntad de Dios. Tengo un amigo por el que me he sacrificado, un coronel del ejército del Loira que acaba de incorporarse a la guardia real. El escucha mis consejos, se ha hecho ultrarrealista: no es uno de esos imbéciles que se aferran a sus opiniones.
Si tengo aún un consejo que daros, ángel mío, es el de no aferraros ni a vuestra opinión ni a vuestra palabra. Cuando os pidan la una o la otra, vendedla. Un hombre que se jacta de no cambiar nunca de opinión es un hombre que quiere ir siempre en línea recta, un necio que cree en la infalibilidad. No hay principios, sólo acontecimientos: no hay leyes, sólo hay circunstancias: el hombre superior adopta los acontecimientos y las circunstancias para poder manejarlos. Si hubiera principios y leyes fijas, los pueblos no los cambiarían como cambian de camisa. El hombre no tiene la obligación de ser más juicioso que una nación entera. El hombre que menos servicios ha prestado a Francia es un fetiche venerado por haber vestido siempre de color rojo; a lo sumo vale para que se le coloque en el Conservatorio, entre las máquinas, poniéndole la etiqueta de La Fayette; mientras que el príncipe contra el cual cada uno lanza su piedra, y que desprecia lo suficiente a la humanidad para esculpirle al rostro tantos juramentos como ella le exija, ha impedido el reparto de Francia en el congreso de Viena: se le deben coronas, y le arrojan fango. ¡Oh, yo conozco los negocios! Poseo el secreto del bien de muchos hombres. Ya es suficiente. Tendrá una opinión inquebrantable el día en que haya encontrado tres cabezas de acuerdo sobre la aplicación de un principio, y aguardaré mucho tiempo. En los tribunales no se encuentran tres jueces que tengan la misma opinión sobre un artículo de la ley. Vuelvo a mi hombre. Volvería a crucificar a Cristo si yo se lo dijera. A una sola palabra de su papá Vautrin, buscará querella a aquel imbécil que no envía cien sueldos a su pobre hermana y… —en esto Vautrin se levantó, se puso en guardia e hizo el movimiento de un maestro de armas que se tira a fondo— ¡a la sombra! —añadió.
—¡Qué horror! —dijo Eugenio—. ¿Queréis bromear, señor Vautrin?
—Calma, calma —repuso el hombre—. No os hagáis el niño; sin embargo, si ello ha de divertiros, enojaos, indignaos. Decid que soy un infame, un bandido, pero no me llaméis estafador ni espía. Vamos, hablad, soltad vuestra andanada. Os perdono. ¡Es tan propio de vuestra edad! Yo también he sido así. Pero reflexionad. Algún día obraréis peor. Iréis a coquetear con alguna linda mujer y os dará dinero. ¿Habéis pensado en ello? —dijo Vautrin—. ¿Cómo triunfaréis si no sois calculador en vuestro amor? La virtud, querido estudiante, no se divide: existe o no existe. Se nos habla de hacer penitencia por nuestras faltas. Todavía otro lindo sistema como éste, en virtud del cual paga uno un crimen mediante un acto de contrición. Seducir a una mujer para situaros en tal o cual peldaño de la escala social, sembrar cizaña entre los hijos de una familia, en fin, todas las infamias que se practican hoy día, ¿creéis que se trata de actos de fe, de esperanza y de caridad? ¿Por qué dos meses de cárcel al dandy que en una noche arrebata a una criatura la mitad de su fortuna, y por qué el presidio al pobre diablo que roba un billete de mil francos con las circunstancias agravantes? He ahí vuestras leyes. No hay un solo artículo que no llegue al absurdo. El hombre de guante y de palabras melifluas ha cometido asesinatos en los que no se derrama sangre, pero en los que se da sangre; el asesino ha abierto una puerta con la ganzúa: he ahí dos cosas nocturnas. Entre lo que yo os propongo y lo que haréis un día sólo hay la diferencia de la sangre. ¿Creéis en algo fijo en este mundo? Despreciad, pues, a los hombres y considerad las mallas por las que uno puede pasar a través de la red del Código. El secreto de las grandes fortunas sin causa aparente es un crimen olvidado, porque se ha cometido de una manera limpia.
—Silencio, señor; no quiero volver a oír más de ello; me haríais dudar de mí mismo. En este momento el sentimiento es toda mi ciencia.
—Como queráis, hermoso niño. Os creía más fuerte —dijo Vautrin—; ya no os diré nada más. Una última palabra, sin embargo —miró fijamente al estudiante— vos tenéis mí secreto —le dijo.
—Un joven que os rechaza sabrá olvidar pronto tal secreto.
—Muy bien, esto me gusta. Otro será menos escrupuloso. Acordaos de lo que quiero hacer por vos. Os doy quince días. Es asunto de tomarlo o dejarlo.
—¡Qué cabeza de hierro tiene, pues, ese hombre! —díjose Rastignac al ver a Vautrin que se alejaba tranquilamente con el bastón bajo el brazo—. Él me ha dicho crudamente lo que la señora de Beauséant me decía en buena forma. Él me destrozaba el corazón con garras de acero. ¿Por qué he de ir a casa de la señora de Nucingen? Ha adivinado mis motivos tan pronto como yo los he concebido. En pocas palabras, ese bandido me ha dicho más cosas sobre la virtud que lo que sobre ella me han dicho los hombres y los libros. Si la virtud no tolera capitulación, ¿entonces he robado a mis hermanas? —dijo arrojando la bolsa encima de la mesa. Se sentó y permaneció allí sumido en una profunda meditación—. Ser fiel a la virtud, ¡martirio sublime! ¡Bah!, todo el mundo cree en la virtud; pero ¿quién es virtuoso? Los pueblos tienen a la libertad como ídolo; pero ¿dónde se encuentra en la tierra un pueblo libre? Mi juventud es todavía azul como un cielo sin nubes: querer ser grande o rico ¿no es acaso resolverse a mentir, a arrastrarse, a volver a erguirse, a adular, a disimular? ¿No es consentir en convertirse en el lacayo de aquellos que han mentido, se han arrastrado, han adulado? Antes de ser su cómplice hay que servirles. Pues no. Yo quiero trabajar noblemente, santamente; quiero trabajar de día y de noche, no deber mi fortuna más que a mi propio trabajo. Será la más lenta de las fortunas, pero cada día mi cabeza descansa sobre mi almohada sin un mal pensamiento. ¿Qué hay de más hermoso que contemplar la propia vida y encontrarla pura como un lirio? Yo y la vida somos como un joven y su prometida. Vautrin me ha hecho ver lo que sucede después de diez años de matrimonio. ¡Demonio!, mi cabeza se pierde. No puedo pensar en nada; el corazón es un buen guía.
Eugenio fue sacado de su meditación por la voz de la gruesa Silvia, que le anunció la llegada de su sastre, ante el cual se presentó llevando en la mano sus dos bolsas de dinero. Cuando hubo probado sus trajes de noche, volvió a ponerse su nuevo traje de mañana, con el que estaba completamente distinto.
—Bien valgo lo que el señor de Trailles —se dijo—. ¡En fin, que tengo el aire de un gentilhombre!
—Señor —dijo papá Goriot entrando en la habitación de Eugenio—, me habéis preguntado si conocía las casas que frecuenta la señora de Nucingen, ¿verdad?
—Sí.
—Pues bien, el próximo lunes va al baile del mariscal Carigliano. Si podéis ir, ya me diréis si mis dos hijas se han divertido, cómo iban vestidas, en fin, todo.
—¿Cómo habéis sabido esto, mi buen papá Goriot? —dijo Eugenio, haciéndole sentar junto a su chimenea.
—Su doncella me lo ha dicho. Sé todo lo que ellas hacen a través de Teresa y Constanza —repuso en tono alegre. El anciano se parecía a un amante lo bastante joven aún para sentirse dichoso de una estratagema que le pone en comunicación con su querida sin que ella se dé cuenta—. ¡Vos las veréis! —añadió expresando con ingenuidad una dolorosa envidia.
—No lo sé —respondió Eugenio—. Iré a casa de la señora de Beauséant a preguntarle si puede presentarme a la mariscala.
Eugenio pensaba con cierta alegría interior mostrarse en casa de la condesa vestido tal como iría vestido en lo sucesivo. Lo que los moralistas llaman los abismos del corazón humano son únicamente los decepcionantes pensamientos, los involuntarios movimientos del interés personal. Estas peripecias, tema de tantas declamaciones, estos retornos súbitos constituyen cálculos hechos en provecho de nuestros goces. Al verse bien vestido, bien enguantado, bien calzado, Rastignac olvidó su virtuosa resolución.
La juventud no se atreve a mirarse en el espejo de la conciencia cuando ésta se inclina hacia el lado de la injusticia, mientras que sí se mira en él la edad madura: en ello estriba toda la diferencia entre estas dos fases de la vida. Desde hacía algunos días, los dos vecinos, Eugenio y papá Goriot, habíanse convertido en buenos amigos. Su amistad secreta se basaba en razones psicológicas que habían engendrado sentimientos contrarios entre Vautrin y el estudiante. El audaz filósofo que quiera comprobar los efectos de nuestros sentimientos en el mundo físico hallará sin duda más de una prueba de su efectiva materialidad en las relaciones que crean entre nosotros y los animales. ¿Qué fisonomista es más ducho en adivinar un carácter de lo que es un perro en saber si un desconocido ama o no ama? Los átomos ganchudos, expresión proverbial de la que todo el mundo se sirve, constituyen uno de esos hechos que quedan en las lenguas para desmentir las necesidades filosóficas de las que se ocupan aquellos que gustan de aventar las peladuras de las palabras primitivas. Uno se siente amado. El sentimiento se imprime en todas las cosas y atraviesa los espacios. Una carta es un alma, es un eco tan fiel de la voz que habla, que los espíritus delicados la cuentan entre los más ricos tesoros del amor. Papá Goriot, al que su sentimiento irreflexivo elevaba hasta el grado sublime de la naturaleza canina, había olido la compasión, la bondad admirativa, las simpatías juveniles que se habían suscitado para él en el corazón del estudiante. Sin embargo, esta unión naciente no había provocado aún ninguna confidencia. Si Eugenio había manifestado el deseo de ver a la señora de Nucingen, no era que contase con el anciano para que él le presentase; pero esperaba que una indiscreción pudiera servirle. Papá Goriot no le había hablado de sus hijas más que a propósito de lo que se había permitido decir de ellas públicamente el día de sus dos visitas.
«Señor mío —le dijo el día siguiente—, ¿cómo habéis podido creer que la señora de Restaud se enfadara con vos por haber pronunciado mi nombre? Mis dos hijas me quieren mucho. Solamente mis dos yernos se han portado mal conmigo. No he querido hacer sufrir a esas pobres criaturas con mis disensiones con sus maridos, y he preferido verlas en secreto. Este misterio me procura mil goces que no comprenden los otros padres que pueden ver a sus hijas cuando quieren. Yo no puedo hacerlo, ¿comprendéis? Entonces, cuando hace buen día, voy a los Campos Elíseos después de haber preguntado a las doncellas si mis hijas salen de casa. Las aguardo a que pasen, el corazón me late apresuradamente cuando llegan los coches, las admiro, ellas me dedican al pasar una sonrisa que me dora la naturaleza como si cayera en ella un hermoso rayo de sol. Y yo me quedo, y ellas han de regresar. ¡Todavía las veo! El aire les ha sentado bien, tienen sonrosadas las mejillas. Oigo decir a mi alrededor: he ahí una mujer hermosa. Esto me alegra el corazón. ¿Acaso no se trata de mi propia sangre? Amo los caballos que las conducen, y quisiera ser el perrillo que ellas llevan en sus rodillas. Yo vivo de sus placeres. Cada cual tiene su modo de amar; el mío, sin embargo, no hace mal a nadie; ¿por qué, entonces, la gente habrá de ocuparse de mí? Yo soy feliz a mi manera. ¿Va contra las leyes el que yo vaya a ver a mis hijas, por la noche, en el momento en que ellas salen de su casa para dirigirse al baile? ¡Qué pena para mí si llego tarde y me dicen: la señora ha salido! Una noche estuve esperando hasta las tres para ver a Nasia, a la que no había visto desde hacía dos días. Estuve a punto de reventar de alegría. Os lo ruego, no habléis de mí si no es para decir cuán buenas son mis hijas. Ellas quieren colmarme de toda suerte de regalos; yo se lo impido diciéndoles: Guardaos vuestro dinero. ¿Qué queréis que haga yo de eso? No necesito nada. En efecto, señor, ¿qué soy yo? Un cadáver cuya alma se encuentra dondequiera que están mis hijas. Cuando hayáis visto a la señora de Nucingen me diréis a cuál de las dos preferís», dijo el buen hombre, tras un momento de silencio, al ver que Eugenio se disponía a partir para ir a pasear a las Tullerías aguardando la hora de presentarse en casa de la señora de Beauséant.
Este paseo fue fatal para el estudiante. Algunas mujeres se fijaron en él. ¡Era tan guapo, tan joven y tan elegante!
Al verse convertido en objeto de una atención casi admirativa, ya no pensó en sus hermanas ni en su tía, todas ellas por él despojadas, ni en sus virtuosos escrúpulos. Había visto pasar por encima de su cabeza a ese demonio que es tan fácil de tomar por un ángel, a ese Satanás de brillantes alas, que siembra rubíes, que arroja sus flechas de oro delante de los palacios, cubre de púrpura las mujeres, reviste de un vano esplendor los tronos, tan sencillos en su origen; había escuchado al dios de esa vanidad crepitante cuyo ruido nos parece un símbolo de poder. Las palabras de Vautrin, por cínicas que fuesen, habíanse alojado en su corazón como en la memoria de una virgen se graba el innoble perfil de una vieja alcahueta que le ha dicho: «Oro y amor a raudales». Después de haber paseado indolentemente, hacia las cinco de la tarde Eugenio se presentó en casa de la señora de Beauséant, y en ella recibió uno de esos golpes terribles contra los cuales los corazones jóvenes se hallan inermes. Hasta entonces había encontrado a la vizcondesa llena de esa cortés amabilidad, de aquella gracia meliflua dada por la educación aristocrática y que no es completa más que cuando procede del corazón.
Cuando entró, la señora de Beauséant hizo un gesto seco, y le dijo con voz breve:
—Señor de Rastignac, me es imposible recibiros, en este momento por lo menos. Estoy muy ocupada…
Para un observador, y Rastignac habíase convertido pronto en un observador, esta frase, el gesto, la mirada y la inflexión de la voz eran la historia del carácter y de las costumbres de la casta.
Vio la mano de hierro bajo el guante de terciopelo; la personalidad, el egoísmo, bajo las maneras; la madera, bajo el barniz. Oyó, en fin, el: «Yo, el Rey», que empieza bajo los penachos del trono y termina bajo la cimera del último gentilhombre. Eugenio se había entregado con excesiva facilidad a creer en la nobleza de la mujer. Como todos los desgraciados, había firmado de buena fe el pacto delicioso que debe atar al bienhechor con el favorecido, y cuyo primer artículo consagra entre los corazones grandes una perfecta igualdad. El hacer bien, que reúne a dos seres en uno solo, es una pasión celestial tan incomprendida, tan rara como pueda serlo el amor verdadero. Tanto el uno como el otro es la prodigalidad de las almas hermosas. Rastignac quería llegar al baile de la duquesa de Carigliano, y devoró aquella borrasca.
—Señora —dijo con voz emocionada—, si no se tratase de una cosa importante, no habría venido a importunaros; os ruego, por lo tanto, que tengáis la bondad de recibirme más tarde, y aguardaré.
—Bien, venid a comer conmigo —dijo algo confusa por la dureza que había puesto en sus palabras; porque aquella mujer era tan buena como grande.
Aunque se sintió afectado por aquel cambio repentino, Eugenio se dijo mientras se iba: «Arrástrate, sopórtalo todo. ¿Qué deben ser los otros seres si, en un instante, la mejor de las mujeres borra las promesas de su amistad y te deja ahí como un zapato viejo? Entonces, ¿cada cual debe mirar por sí? Es verdad que su casa no es ninguna tienda y que hago mal en tener necesidad de ella. Es preciso, como dice Vautrin, convertirse en bala de cañón.». Las amargas reflexiones del estudiante fueron pronto disipadas por el placer que se prometía al ir a comer con la vizcondesa. Así, por una especie de fatalidad, los más mínimos acontecimientos de su vida conspiraban para empujarle a la carrera en la que, según las observaciones de la terrible esfinge de Casa Vauquer, debía, como en un campo de batalla, matar para que no le matasen, engañar para no ser engañado, en la que había de dejar a un lado su conciencia, su corazón, cubrirse el rostro con una máscara, burlarse sin piedad de los hombres y, como en Lacedemonia, coger su fortuna sin ser visto, para merecer la corona.
Cuando volvió a la casa de la vizcondesa, la encontró llena de aquella bondad que siempre le había testimoniado. Ambos se dirigieron a un comedor en el que el vizconde aguardaba a su esposa, y en el que resplandecía aquel lujo de mesa que bajo la Restauración, como todo el mundo sabe, fue elevado al más alto grado. El señor de Beauséant, semejante a muchas otras personas infatuadas, apenas tenía otros placeres que los de la buena mesa; por lo que a la gula se refiere, pertenecía a la escuela de Luis XVIII y del duque de Escars. Su mesa, pues, ofrecía un doble lujo, el del continente y el del contenido. Jamás semejante espectáculo había sido presenciado por Eugenio, el cual comía por primera vez en una de aquellas casas en las que las grandezas sociales son hereditarias. La moda acababa de suprimir las cenas con que en otro tiempo terminaban los bailes del Imperio, en las que los militares tenían necesidad de adquirir fuerzas para prepararse para todos los combates que les aguardaban tanto dentro como fuera. Eugenio no había asistido aún más que a bailes. El aplomo que más tarde le distinguió de un modo tan eminente y que empezaba a adquirir le impidió manifestar una bobalicona admiración. Pero al ver aquella platería esculpida y los mil rebuscados detalles de una mesa suntuosa, al admirar por primera vez un servicio que se hacía sin ruido, era difícil para un hombre de ardiente imaginación no preferir aquella vida constantemente elegante a la vida de privaciones que quería abrazar aquella mañana. Su pensamiento le devolvió por un instante a su pensión, y fue tan profundo el horror que experimentó, que se juró abandonarla en el mes de enero, tanto para entrar en una casa limpia como para huir de Vautrin, cuya manaza sentía sobre su hombro.
Si pensamos en las mil formas que en París asume la corrupción, parlante o muda, un hombre de buen sentido se pregunta por qué aberración el Estado establece escuelas, reúne jóvenes en ellas, cómo son respetadas las mujeres, cómo el oro de los cambistas no se esfuma mágicamente. Pero si pensamos en el escaso número de crímenes, incluso de delitos en general, cometidos por los jóvenes, ¡qué respeto no debemos sentir por esos pacientes Tántalos que se combaten a sí mismos y casi siempre salen victoriosos! Si se les describiera bien en su lucha contra París, el pobre estudiante suministraría uno de los temas más dramáticos de nuestra civilización moderna. La señora de Beauséant miraba en vano a Eugenio para invitarle a hablar, pero el joven no quería decir nada en presencia del vizconde.
—¿Me llevaréis esta noche a los Italianos? —preguntó la vizcondesa a su marido.
—No podéis dudar del placer que tendría en obedeceros —respondió con una burlona galantería que engañó al estudiante—, pero debo ir a reunirme con alguien en las Variedades.
«Su amante», pensó la vizcondesa.
—¿No tenéis, pues, a Ajuda esta noche? —inquirió el vizconde.
—No —respondió ella con buen humor.
—Bien, si os hace falta indispensablemente un brazo, tomad el de Rastignac.
La vizcondesa miró a Eugenio sonriendo.
—Esto será muy comprometedor para vos —dijo.
francés ama el peligro porque en él encuentra la ha dicho el señor de Chateaubriand —respondió Rastignac, inclinándose.
Unos momentos más tarde fue llevado, al lado de la señora de Beauséant, en un rápido cupé, al teatro de moda, y creyó estar viendo un cuento de hadas cuando entró en un palco delantero y viose convertido en blanco de todas las miradas a través de los binóculos, en compañía de la vizcondesa, cuya toilette era deliciosa. Iba de sorpresa en sorpresa.
—Tenéis algo de que hablarme —le dijo la señora de Beauséant—. ¡Ah!, ahí tenéis a la señora de Nucingen, a tres palcos del nuestro. Su hermana y el señor de Trailles se encuentran al otro lado.
Al decir estas palabras, la vizcondesa miraba hacia el palco en el que debía encontrarse la señorita de Rochefide, y al no ver en él al señor de Ajuda, su rostro adquirió un fulgor extraordinario.
—Es encantadora —dijo Eugenio, después de haber mirado a la señora de Nucingen.
—Tiene las cejas blancas.
—Sí, pero ¡qué talle tan esbelto!
—Tiene grandes las manos.
—¡Qué ojos tan hermosos!
—Tiene la cara alargada.
—Pero llena de distinción.
—Es una gran suerte para ella tener distinción por lo menos en la cara. ¡Fijaos de qué modo toma y deja su binóculo! El Goriot se trasluce en todos sus movimientos —dijo la vizcondesa con gran asombro por parte de Eugenio.
En efecto, la señora de Beauséant miraba la sala con su binóculo y parecía no fijarse en la señora de Nucingen, de la cual, sin embargo, no perdía un solo gesto. La concurrencia era exquisitamente bella. Delfina de Nucingen se sentía muy halagada de ocupar la atención exclusiva del joven, guapo y elegante primo de la señora de Beauséant, el cual no miraba más que a ella.
—Si continuáis cubriéndola con vuestras miradas vais a provocar un escándalo, señor de Rastignac. No conseguiréis nada si os arrojáis de este modo a los pies de las personas.
—Querida prima —dijo Eugenio—, ya me habéis protegido mucho; si queréis completar vuestra obra, sólo os pido que me hagáis un favor que os costará poco trabajo y me hará mucho bien. Ya estoy preso.
—¿Ya?
—Sí.
—¿Y de esa mujer?
—¿Es que mis pretensiones serían bien acogidas en otra parte? —dijo lanzando una penetrante mirada a su prima—. La señora duquesa de Carigliano es amiga de la señora duquesa de Berny —añadió después de una pausa—; tenéis que verla; tened la bondad de presentarme a ella y de llevarme al baile que dará el lunes. Allí encontraré a la señora de Nucingen y libraré mi primera escaramuza.
—Con mucho gusto —dijo la vizcondesa—. Si ya sentís afición por ella, vuestros asuntos del corazón marchan bien. He ahí a De Marsay en el palco de la princesa Galathionne. La señora de Nucingen sufre un suplicio, está despechada. No hay momento mejor para abordar a una mujer, sobre todo a una esposa de banquero. Estas damas de la Chaussée-d’Antin aman todas las venganzas.
—¿Qué haríais, pues, vos en tal caso?
—Yo sufriría en silencio.
En aquel instante el marqués de Ajuda apareció en el palco de la señora de Beauséant.
—He hecho mal mis negocios para poder venir a veros —dijo— y os informo de ello para que no sea considerado como un sacrificio.
El radiante rostro de la vizcondesa enseñó a Eugenio a reconocer la expresión de un verdadero amor y a no confundirlo con los fingimientos de la coquetería parisiense. Admiró a su prima, enmudeció y cedió, suspirando, su sitio al señor de Ajuda. «¡Qué noble, qué sublime criatura es una mujer que ama así! —se dijo—. ¡Y ese hombre habría de traicionarla por una muñeca! ¿Cómo es posible traicionar así?». Sintió en su corazón una rabia infantil.
Habría querido echarse a los pies de la señora de Beauséant, deseaba el poder de los demonios con objeto de acogerla en su corazón, como un águila arrebata en la llanura y la lleva a su nido a una joven cabra blanca que aún mama.
Sentíase humillado de encontrarse en aquel gran museo de la belleza sin su cuadro, sin una amante: «Tener una amante es una posición casi real —decíase—; ¡es el signo del poder!». Y miró a la señora de Nucingen como un hombre insultado mira a su adversario. La vizcondesa volvióse hacia él para dirigirle por su discreción mil gracias en un guiño de ojos. El primer acto había terminado.
—¿Conocéis lo suficiente a la señora de Nucingen para presentarle al señor de Rastignac? —dijo al marqués de Ajuda.
—Estará encantada de ver al caballero —dijo el marqués.
El apuesto portugués se levantó, tomó del brazo al estudiante, que en un abrir y cerrar de ojos se encontró al lado de la señora de Nucingen.
—Señora baronesa —dijo el marqués—, tengo el honor de presentaros al caballero Eugenio de Rastignac, primo de la vizcondesa de Beauséant. Le causáis tan buena impresión, que he querido completar su felicidad acercándole a su ídolo.
Estas palabras fueron dichas con cierto acento de burla, que daban un aire algo brutal al pensamiento, pero de un modo que nunca desagrada a las mujeres. La señora de Nucingen sonrió y ofreció a Eugenio el sitio de su marido, que acababa de salir.
—No me atrevo a proponeros que os quedéis a mi lado, caballero —le dijo—. Cuando se tiene la dicha de estar junto a la señora de Beauséant, uno no se mueve de allí.
—Pero —le dijo en voz baja Eugenio— creo que, si quiero complacer a mi prima, me quedaré al lado de vos. Antes de que llegara el señor marqués —añadió en voz alta— estábamos hablando de la distinción de toda vuestra persona.
El señor de Ajuda se retiró.
—¿Verdaderamente, caballero —dijo la baronesa—, vais a quedaros conmigo? Así nos conoceremos, pues la señora de Restaud me había inspirado ya el más vivo deseo de conoceros.
—Entonces es muy falsa, porque ha dado orden de que cuando vaya a su casa digan que no está.
—¿Cómo?
—Señora, no me atrevo a deciros la razón de ello, y reclamo toda vuestra indulgencia si he de revelaros tal secreto. Yo soy vecino de vuestro señor padre. Ignoraba que la señora de Restaud fuera su hija. Cometí la imprudencia de hablar de ello muy inocentemente, y he molestado a vuestra señora hermana y a su marido. No podríais creer hasta qué grado han encontrado de mal gusto esta apostasía filial la señora duquesa de Langeais y mi prima. Les conté la escena y se rieron como locas. Fue entonces cuando, al trazar un paralelo entre vos y vuestra hermana, la señora de Beauséant me habló de vos en términos muy elogiosos y me dijo hasta qué punto vos erais una hija excelente para el señor Goriot. ¿Cómo, en efecto, no habríais de amarle? Os adora tanto, que ya empiezo a sentir celos. Esta mañana hemos hablado de vos durante dos horas. Luego, con la mente henchida de todo lo que vuestro padre me había contado, esta tarde, comiendo con mi prima, yo le decía que no podíais ser tan hermosa como amante. Queriendo sin duda favorecer tan cálida admiración, la señora de Beauséant me ha traído aquí, diciéndome con su gracia habitual que os vería.
—¡Cómo, caballero! —dijo la mujer del banquero—, ¿ya os debo gratitud? Un poco más, y quedaremos convertidos en viejos amigos.
—Aunque la amistad debe ser en vos un sentimiento poco vulgar —dijo Rastignac—, yo no quiero nunca ser vuestro amigo.
Estas tonterías estereotipadas para uso de principiantes parecen siempre encantadoras a las mujeres, y no resultan pobres más que leídas en frío. El gesto, el acento, la mirada de un joven, les confieren incalculables valores. La señora de Nucingen encontró a Rastignac muy simpático.
Luego, como todas las mujeres, al no poder decir nada a unas frases tan drásticamente expresadas por el estudiante, respondió refiriéndose a otra cosa:
—Sí, mi hermana se hace daño a sí misma con la forma en que se comporta para con ese pobre padre, que realmente ha sido un dios para nosotras. Ha sido preciso que el señor de Nucingen me ordenara que no viera a mi padre más que por la mañana, para que yo cediese en este punto. Pero mucho tiempo me he sentido desdichada por ello. Lloraba. Estas violencias, venidas después de las brutalidades del matrimonio, fueron una de las razones que más perturbaron mi hogar. Ciertamente soy la mujer más feliz a los ojos del mundo, pero en realidad la más desventurada. Vais a creerme loca al hablaros así. Pero conocéis a mi padre, y a este título, no podéis serme indiferente.
—No habréis encontrado a nadie —le dijo Eugenio— que se halle animado del más vivo deseo de perteneceros. ¿Qué es lo que buscáis todas vosotras? La felicidad —añadió con una voz que le llegaba al alma—. Bien, si para una mujer la dicha consiste en ser amada, adorada, tener un amigo al que pueda confiar sus deseos, sus caprichos, sus penas, sus alegrías; mostrarse en la desnudez de su alma, con sus lindos defectos y sus bellas cualidades, sin temor a verse traicionada; creedme, ese corazón abnegado, siempre ardiente, no puede hallarse más que en un hombre joven, lleno de ilusiones, que nada sabe aún del mundo, y nada quiere saber de él, porque vos os convertís en el mundo para él. Yo, vais a reíros de mi ingenuidad, llego de un rincón de provincia, enteramente nuevo, no habiendo conocido más que hermosas almas, y ya pensaba quedarme sin amor. He llegado a ver a mi prima, la cual me ha hecho intuir los mil tesoros de la pasión; soy, como Querubín, el amante de todas las mujeres, en espera de que pueda consagrarme a una de ellas. Al veros, al entrar, me he sentido atraído hacia vos como por un imán. ¡Había pensado ya tanto en vos! Pero no os había soñado tan bella como sois en realidad. La señora de Beauséant me ha ordenado que no os mirase tanto. Ella ignora lo que hay de atrayente al contemplar vuestros lindos labios rojos, vuestra tez blanca, vuestros ojos tan dulces. Yo también os digo locuras, pero dejadme que os las diga.
Nada hay que tanto agrade a las mujeres como el oír que les digan estas dulces palabras. La más austera devota las escucha, incluso cuando no deba responder a ellas. Después de haber comenzado de este modo, Rastignac desgranó su rosario con voz coquetamente sorda; y la señora de Nucingen alentaba a Eugenio con sonrisas mirando de vez en cuando a De Marsay, que no abandonaba el palco de la princesa Galathionne. Rastignac permaneció al lado de la señora de Nucingen hasta el momento en que su marido vino a buscarla.
—Señora —le dijo Eugenio—, tendré el placer de ir a veros antes del baile de la duquesa de Carigliano.
—Puesto que la señora os invita —dijo el barón, alsaciano, cuyo rostro rubicundo anunciaba una peligrosa amabilidad—, podéis estar seguro de ser bien recibido.
«Mis asuntos van por buen camino porque no se ha asustado al oír que le decía: ¿Me amaréis? El caballo lleva ya el bocado; saltemos encima de él y gobernémoslo», díjose Eugenio yendo a saludar a la señora de Beauséant, la cual se levantaba y se retiraba acompañada de Ajuda. El pobre estudiante ignoraba que la baronesa estaba esperando de De Marsay una de esas cartas decisivas que desgarran el alma. Contento de su falso éxito, Eugenio acompañó a la vizcondesa hasta el peristilo, donde cada cual espera su coche.
—Vuestro primo ya no se parece a sí mismo —dijo el portugués, riendo, a la vizcondesa cuando Eugenio les hubo dejado—. Va a hacer saltar la banca. Es flexible como una anguila, y creo que llegará lejos. Sólo vos podíais presentarle una mujer en el momento en que es preciso consolarla.
—Pero —dijo la señora de Beauséant— hay que saber si aún ama a aquel que la abandona.
El estudiante regresó a pie desde el Teatro Italiano hasta la calle Neuve-Sainte-Geneviève, acariciando los más dulces proyectos. Había observado muy bien la atención con que la señora de Restaud le había examinado, tanto en el palco de la vizcondesa como en el de la señora de Nucingen, y supuso que la puerta de la condesa ya no le sería cerrada en adelante. Así, cuatro relaciones importantes, porque contaba agradar a la mariscala, iban a serle conquistadas en el corazón de la alta sociedad parisiense. Sin explicarse demasiado los medios, adivinaba de antemano que, en el juego complicado de los intereses de este mundo, había de agarrarse a un engranaje para poder encontrarse en lo alto de la máquina. «Si la señora de Nucingen se interesa por mí, yo le enseñaré a gobernar a su marido. Ese marido negocia con oro, y él podrá ayudarme a recoger de golpe una fortuna». No se decía todo esto crudamente, ya que no era aún lo suficientemente político para cifrar una situación, apreciarla y calcularla; estas ideas flotaban en el horizonte bajo la forma de ligeras nubes, y aunque no tuviesen la aspereza de las de Vautrin, si hubieran sido sometidas al crisol de la conciencia, no habrían dado nada que fuese completamente puro. Los hombres llegan, por una sucesión de transacciones de este género, a esta moral relajada que profesa la época actual, en la que se encuentran más raramente que en ningún otro tiempo esos hombres rectangulares, esas hermosas voluntades que jamás se doblegan al mal, para las cuales la menor desviación de la línea recta parece un crimen: magníficas imágenes de la probidad que nos han valido dos obras maestras, el Alceste de Molière, y más recientemente Jenny Deans y su padre, en la obra de Walter Scott. Tal vez la obra opuesta, la pintura de las sinuosidades en las que un hombre del mundo, un ambicioso, hace rodar su conciencia, tratando de eludir el mal, con objeto de llegar a su fin salvando las apariencias, no sería ni menos bella ni menos dramática.
Al llegar a su pensión, Rastignac ya se había enamorado de la señora de Nucingen, que le había parecido esbelta y elegante como una golondrina. La embriagante dulzura de sus ojos, la tersura y blancura de la piel, bajo la cual había creído ver circular la sangre, el sonido fascinante de la voz, sus rubios cabellos, todo lo recordaba; y quizá la marcha, al poner la sangre en movimiento, contribuía a esta fascinación. El estudiante llamó bruscamente a la puerta de papá Goriot.
—Vecino —le dijo—, he visto a la señora Delfina.
—¿Dónde?
—En los Italianos.
—¿Se ha divertido? Entrad —y el buen hombre, que se había levantado de la cama en camisa, abrió la puerta y volvió a acostarse inmediatamente—. Habladme, pues, de ella —le pidió.
Eugenio, que era la primera vez que se hallaba en la habitación de papá Goriot, no pudo dominar un movimiento de estupefacción al ver la sencillez en que vivía el padre, después de haber admirado el lujo de la hija. La ventana estaba sin visillos; el papel pintado, pegado en las paredes, se desprendía en varios sitios por efecto de la humedad y dejaba ver el yeso amarillo a causa del humo. El pobre hombre estaba acostado en una mala cama, no tenía más que una delgada manta y un cubrepiés hecho con trozos de vestidos viejos de la señora Vauquer. El suelo estaba húmedo y lleno de polvo. Frente a la ventana veíase una de aquellas viejas cómodas de madera de rosal con el vientre abultado; un viejo mueble de tablero de madera sobre el cual se hallaba un pote con agua y todos los utensilios necesarios para afeitarse. En un rincón, los zapatos; a la cabecera de la cama, una mesilla de noche sin puerta ni mármol; en el ángulo de la chimenea, en la que no había vestigios de lumbre, se encontraba la mesa cuadrada, de madera de nogal, cuya barra había servido a papá Goriot para deformar su taza de plata sobredorada.
Un mal escritorio sobre el cual se hallaba el sombrero del hombre, un sillón de paja y dos sillas completaban aquel mobiliario miserable. El más pobre mozo de cuerda en su buhardilla estaba ciertamente mejor amueblado que papá Goriot en casa de la señora Vauquer. El aspecto de aquella habitación daba frío y oprimía el corazón; parecíase a la celda más lóbrega de una cárcel. Afortunadamente, Goriot no vio la expresión que se pintó en la cara de Eugenio cuando éste dejó su bujía sobre la mesilla de noche. El buen hombre se volvió del otro lado, quedando tapado hasta la barbilla.
—Bien, ¿a quién preferís, a la señora de Restaud o a la señora de Nucingen?
—Prefiero a la señora Delfina —respondió el estudiante— porque ella os quiere más.
Al oír estas palabras, pronunciadas con cálido acento, el buen hombre sacó el brazo de entre la ropa de su cama y estrechó la mano de Eugenio.
—Gracias, gracias —dijo emocionado el anciano—. ¿Qué os ha dicho, entonces, de mí?
El estudiante repitió las palabras de la baronesa embelleciéndolas, y el anciano le escuchó como si hubiera oído la palabra de Dios.
—¡Pobre niña! Sí, sí, me quiere mucho. Pero no creáis lo que ha dicho de Anastasia. Las dos hermanas tienen celos una de otra, ¿sabéis?, lo cual es otra prueba de su cariño. La señora de Restaud me quiere también. Lo sé. Un padre es para con sus hijos como Dios para con nosotros; llega hasta el fondo de los corazones y juzga las intenciones. Las dos son igualmente amorosas. ¡Oh!, si yo hubiese tenido buenos yernos, habría sido demasiado feliz. Sin duda no hay felicidad completa aquí abajo. Si yo hubiera vivido en su casa, sólo con oír sus voces, saber que estaban allí, verlas ir, salir, como cuando yo las tenía en mi casa, esto me habría hecho brincar de alegría el corazón. ¿Iban bien vestidas?
—Pero —dijo Eugenio—, señor Goriot, ¿cómo es posible que, viviendo vuestras hijas con tanto lujo, permanezcáis vos en semejante cuchitril?
—A fe mía —dijo con aire al parecer indiferente—, ¿de qué me serviría estar mejor alojado? Apenas puedo explicaros estas cosas; soy incapaz de decir dos palabras seguidas como es debido. Todo está aquí dentro —dijo golpeándose el corazón—. Mi vida está en mis dos hijas. Si ellas se divierten, si ellas son felices, si van bien vestidas, si caminan sobre alfombras, ¿qué importa la tela con que yo vaya vestido y cómo pueda ser el lugar en que me acueste? No tengo frío si ellas tienen calor, no me aburro nunca si ellas ríen. No tengo más penas que las suyas. Cuando seáis padre; cuando, al oír parlotear a vuestros hijos, os digáis: ¡Eso ha salido de mí!; cuando sintáis que esas criaturitas tienen vuestra misma sangre, de la cual son la fina flor, creeréis estar adherido a su misma piel, os sentiréis agitado cuando ellos caminen. Su voz me responde por doquier. Una mirada de ellas, cuando es triste, me hiela la sangre. Un día sabréis que uno se siente más feliz con la felicidad de ellos que con la propia. Yo no puedo explicaros esto: se trata de unos movimientos interiores que esparcen por todas partes la felicidad. En fin, que vivo tres veces. ¿Queréis que os diga una cosa muy curiosa? Pues bien, cuando he sido padre, he comprendido a Dios. Él se halla entero en todas partes, puesto que la creación ha salido de él. Señor, yo soy así con mis hijas. Sólo que yo amo más a mis hijas que Dios ama el mundo porque el mundo no es tan hermoso como Dios, y mis hijas son más hermosas que yo. Pienso tanto en ellas, que me ha gustado que las vieseis esta noche. ¡Dios mío!, un hombre que hiciera feliz a mi pequeña Delfina, tan feliz como pueda serlo una mujer cuando es amada, a ese tal yo le limpiaría las botas, haría recados para él. He sabido por su doncella que ese De Marsay es un malvado. Me han dado ganas de retorcerle el pescuezo. ¡No amar a una alhaja de mujer, una voz de ruiseñor, y proporcionada como un modelo! ¿Cómo se le ocurrió casarse con ese bruto alsaciano? Las dos se merecían unos jóvenes amables. En fin, obraron según su propio antojo.
Papá Goriot estaba sublime. Nunca le había podido ver Eugenio iluminado por los fuegos de su pasión paternal. Algo digno de observarse es el poder de infusión que poseen los sentimientos. Por grosera que sea una criatura, tan pronto como expresa un afecto fuerte y verdadero, exhala un fluido particular que modifica la fisonomía, anima el gesto, colorea la voz. A menudo el más estúpido ser, bajo el esfuerzo de la pasión, llega a la más alta elocuencia en la idea, si no es en el lenguaje, y parece moverse en una esfera luminosa. Había en aquel momento en la voz, en el gesto de aquel hombre, el poder comunicativo que distingue al gran actor. ¿Pero acaso nuestros hermosos sentimientos no son las poesías de la voluntad?
—Bien, sin duda no os molestará saber —dijo Eugenio— que quizá va a romper con De Marsay. Ese yerno la ha abandonado para trabar amistad con la princesa Galathionne. En cuanto a mí, esta noche me he enamorado de la señora Delfina.
—¡Bah! —dijo papá Goriot.
—Sí, yo tampoco le he desagradado a ella. Hemos hablado de amor por espacio de una hora y he de ir a verla pasado mañana, sábado.
—¡Oh!, cuánto os amaría yo, señor, si vos le agradaseis a ella. Vos sois bueno, vos no la atormentaríais. Si la traicionaseis, os cortaría el cuello. Una mujer no tiene dos amores, ¿sabéis? ¡Dios mío!, pero estoy diciendo tonterías, señor Eugenio. Aquí hace frío para vos. ¡Dios mío!, ¿la habéis oído? ¿Qué os ha dicho para mí?
—Nada —dijo Eugenio para sus adentros—. Me ha dicho —respondió en voz alta— que os mandaba un beso filial.
—Adiós, vecino, que descanséis, que tengáis hermosos sueños. Que Dios os proteja en todos vuestros deseos. Habéis sido esta noche como un ángel bueno; me traéis el aire de mi hija.
—Pero hombre —pensó Eugenio mientras se acostaba—; resulta realmente conmovedor. Su hija no ha pensado en él más que en el Gran Turco.
Después de esta conversación, papá Goriot vio en su vecino un confidente inesperado, un amigo. Habíanse establecido entre ellos las únicas relaciones por las cuales aquel anciano podía unirse a otro hombre. Las pasiones no son nunca falsos cálculos. Papá Goriot veíase un poco más cerca de su hija Delfina, veíase mejor recibido por ella si Eugenio llegaba a gozar de la estimación de la baronesa. Por otra parte, él le había confiado uno de sus dolores. La señora de Nucingen, a la cual mil veces al día deseaba la felicidad, no había conocido las dulzuras del amor. Ciertamente, Eugenio era, para servirse de su expresión, uno de los jóvenes más amables que él había visto en su vida, y parecía presentir que le daría todos los placeres de los que ella había estado privada. El buen hombre tuvo por su amigo una amistad que fue en aumento y sin la cual habría sido sin duda imposible conocer el desenlace de esta historia.
A la mañana siguiente, a la hora del desayuno, la afectación con que papá Goriot miraba a Eugenio, cerca del cual fue a sentarse, las palabras que le dijo, y el cambio de fisonomía, de ordinario parecida a una máscara de yeso, sorprendieron a los huéspedes de la pensión. Vautrin, que volvía a ver al estudiante por primera vez desde la conversación que habían sostenido, parecía querer leer en su alma. Al acordarse del proyecto de aquel hombre, Eugenio, que antes de dormirse había medido, durante la noche, el vasto campo que se abría ante sus miradas, pensó necesariamente en la dote de la señorita Taillefer y no pudo por menos de mirar a Victorina con los ojos que el joven más virtuoso mira a una rica heredera. Por casualidad sus ojos se encontraron. La pobre muchacha no dejó de encontrar a Eugenio encantador con su nuevo traje.
La mirada que cambiaron fue lo suficientemente significativa para que Rastignac no dudara ser para ella el objeto de aquellos vagos deseos que sienten todas las jóvenes y que ellas relacionan con el primer ser seductor. Una voz le gritaba: ¡Ochocientos mil francos! Pero de pronto volvió a sus recuerdos de la víspera, y pensó que su pasión de encargo por la señora de Nucingen era el antídoto contra sus malos pensamientos involuntarios.
—Ayer, en los Italianos, daban El barbero de de Rossini. Nunca había oído esa música tan deliciosa —dijo—. ¡Dios mío!, qué hermoso es tener un palco en los Italianos.
Papá Goriot cogió esta palabra al vuelo como un perro capta un movimiento de su dueño.
—Vosotros, los hombres —dijo la señora Vauquer—, podéis hacer todo cuanto os dé la gana.
—¿Cómo habéis regresado? —preguntó Vautrin.
—A pie —respondió Eugenio.
—A mí —repuso el tentador— no me gustan los placeres a medias; yo quisiera ir allá en mi coche, disponer de mi propio palco y regresar con toda comodidad. ¡Todo o nada! He ahí mi divisa.
—Buena divisa —dijo la señora Vauquer.
—Tal vez iréis a ver a la señora de Nucingen —dijo Eugenio en voz baja a Goriot—. Os recibirá, ciertamente, con los brazos abiertos; querrá saber de vos mil pormenores respecto a mí. Me he enterado que haría todo lo posible por ser recibida en casa de mi prima, la señora vizcondesa de Beauséant. No olvidéis decirle que la quiero demasiado para no pensar en procurarle esta satisfacción.
Rastignac se fue en seguida a la Escuela de Derecho; quería estar el menor tiempo posible en aquella odiosa casa. Estuvo paseando casi todo el día, presa de esa fiebre mental que han conocido los jóvenes afectados de esperanzas demasiado vivas. Los razonamientos de Vautrin le hacían reflexionar sobre la vida social en el momento en que encontró a su amigo Bianchon en el jardín de Luxemburgo.
—¿De dónde has sacado ese aspecto tan serio? —le dijo el estudiante de medicina cogiéndole del brazo para pasearse delante del palacio.
—Estoy atormentado por malas ideas.
—¿De qué clase? Las ideas curan, ¿sabes?
—¿De qué modo?
—Sucumbiendo a ellas.
—Tú te ríes sin saber de lo que se trata. ¿Has leído a Rousseau?
—Sí.
—¿Recuerdas el pasaje en que pregunta al lector qué haría en el caso de que pudiera enriquecerse matando en la China, por su sola voluntad, a un viejo mandarín, sin moverse de París?
—Sí.
—¿Y bien?
—¡Bah! Ya voy por mi mandarín número treinta y tres.
—No bromees. Vamos, si se te demostrara que la cosa es posible y que te basta con un gesto, ¿qué harías?
—¿Es viejo el mandarín? Pero ¡bah!, joven o viejo, paralítico o gozando de buena salud, a fe mía que… ¡Diantre! Pues… no.
—Eres un buen muchacho, Bianchon. Pero ¿y si tú amases a una mujer hasta el punto de volverte por ella el alma del revés, y necesitases dinero, mucho dinero para su «toilette», para su coche, para todos sus caprichos?
—Pero tú me estás robando la razón y aún quieres que razone.
—Bien, Bianchon, yo estoy loco; cúrame. Tengo dos hermanas que son ángeles de belleza, de candor, y quiero que sean felices. ¿Dónde encontrar doscientos mil francos para su dote de aquí a cinco años? Hay, ¿sabes?, en la vida circunstancias en las que es preciso jugar fuerte y no malgastar su felicidad ganando céntimo tras céntimo.
—Pero tú planteas la cuestión que se encuentra en la entrada de la vida para todo el mundo y quieres cortar el nudo gordiano con la espada. Para obrar así es preciso ser Alejandro; de lo contrario, va uno a presidio. En cuanto a mí, me contento con la pequeña existencia que me crearé en la provincia, donde sucederé buenamente a mi padre. Los afectos del hombre se satisfacen tan cabalmente en el círculo más pequeño como en una inmensa circunferencia. Napoleón no cenaba dos veces y no podía tener más amantes que las que toma un estudiante de medicina cuando es interno en los Capuchinos. Nuestra felicidad, amigo mío, tendrá siempre cabida entre la planta de nuestros pies y nuestro occipucio; y tanto si cuesta un millón al año como cien luises, la percepción intrínseca es la misma en el interior de nosotros.
—Gracias; acabas de hacerme un bien, Bianchon. Seremos siempre amigos.
—Oye —repuso el estudiante de medicina—, al salir de la clase de Cuvier en el jardín Botánico acabo de ver a la Michonneau y a Poiret, sentados en un banco, charlando con un señor al que, durante los disturbios del año pasado, vi en los alrededores de la Cámara de los Diputados, y que me hizo el efecto de ser un agente de policía disfrazado de honrado burgués que vive de sus rentas. Estudiemos esa pareja: ya te diré el por qué. Adiós, tengo que irme.
Cuando Eugenio volvió a la pensión halló a papá Goriot que le estaba esperando.
—Mirad —dijo el buen hombre—, ahí tenéis una carta de ella.
Eugenio abrió el sobre y leyó la carta.
Caballero, mi padre me ha dicho que os gustaba la música italiana. Me sentiría muy halagada si aceptaseis un asiento en mi palco. El sábado tendremos a la Fodor y a Pellegrini, y estoy segura de que no rehusaréis. El señor de Nucingen se une a mí para rogaros que vengáis a comer con nosotros, sin ceremonia. Si aceptáis, os agradecerá el no tener que cumplir con su deber de acompañarme. No me contestéis; venid, os espero. Os saluda, D. de N..
—Enseñádmela —dijo papá Goriot a Eugenio cuando éste hubo leído la misiva—. Véis, ¿no es cierto? —añadió después de haber olido el papel—. Huele muy bien. Es porque sus dedos han tocado el papel.
—Una mujer —pensaba el estudiante— no se entrega de tal modo a un hombre. Quiere servirse de mí para atraer de nuevo a De Marsay. Sólo el despecho impulsa a hacer estas cosas.
—Bueno —dijo papá Goriot—, ¿en qué estáis pensando?
Eugenio no conocía el delirio de vanidad de que ciertas mujeres eran presa en aquel momento, e ignoraba que para abrirse una puerta en el barrio de San Germán la mujer de un banquero era capaz de todos los sacrificios. En esa época, la moda empezaba a poner por encima de todas las mujeres a aquellas que eran admitidas en la sociedad del barrio de San Germán, llamadas las damas del Petit-Château, entre las cuales la señora de Beauséant, su amiga la duquesa le Langeais y la duquesa de Maufrigneuse ocuparan el primer rango. Sólo Rastignac ignoraba el furor que se había apoderado de las mujeres de la Chaussée-d’Antin por entrar en el círculo superior en el que brillaban las constelaciones de su sexo. Pero la desconfianza le fue de utilidad, le dio frialdad e indiferencia y el triste poder de poner condiciones en lugar de recibirlas.
—Sí, iré —respondió.
Así, la curiosidad le llevaba hacia la casa de la señora de Nucingen, mientras que si aquella mujer le hubiera desdeñado, quizá le habría conducido a ella la pasión. Sin embargo, aguardó a que llegara el día siguiente y la hora de partir con cierta impaciencia. Para un joven, en su primera intriga existe quizá tanto encanto como en un primer amor. La seguridad de salir airoso engendra mil placeres que los hombres no confiesan y que constituyen el encanto de algunas mujeres.
El deseo no nace menos de la dificultad que de la facilidad del triunfo. Todas las pasiones de los hombres se hallan ciertamente excitadas o mantenidas por una u otra de estas dos causas, que dividen el imperio amoroso. Quizás esta división es una consecuencia de la gran cuestión de los temperamentos, que domina, por más que se diga, la sociedad. Si los melancólicos tienen necesidad del tónico de las coqueterías, quizá los nerviosos o sanguíneos se alejan si la resistencia dura demasiado. En otros términos, la elegía es tan esencialmente linfática como bilioso es el ditirambo. Mientras Eugenio se estaba vistiendo saboreó todos estos pequeños placeres de los que no se atreven a hablar los jóvenes por temor a que se burlen de ellos, pero que halagan el amor propio. Se peinaba pensando que la mirada de una hermosa mujer se deslizaría bajo sus negros rizos. Permitióse monadas infantiles como las que habría hecho una joven mientras se arreglaba para ir al baile. Contempló al espejo con agrado su esbelta cintura. Por supuesto, se dijo, que hay otros mucho menos elegantes que yo. Luego bajó en el momento que todos los huéspedes de la pensión se hallaban a la mesa, y recibió alegremente la ovación de tonterías que su aspecto elegante suscitó. Un rasgo propio de las costumbres de las pensiones es el asombro que excita una persona cuando va bien arreglada. Nadie se pone un traje nuevo sin que cada cual diga la suya.
—Kt, kt, kt, kt —hizo Bianchon, haciendo chasquear la lengua contra su paladar, como para excitar un caballo.
—Estáis elegante como un duque o un par —exclamó la señora Vauquer.
—¿El señor sale de conquista? —preguntó la señorita Michonneau.
—¡Kikirikí! —gritó el pintor.
—Saludos a vuestra señora esposa —dijo el empleado del Museo.
—¿El señor tiene esposa? —preguntó Poiret.
—Una esposa de compartimientos, que va por encima del agua, de color garantizado, de precios comprendidos entre veinticinco y cuarenta, dibujos a cuadros de última moda, susceptible de ser lavada, mitad hilo, mitad algodón, mitad lana, que cura el dolor de muelas y otras enfermedades aprobadas por la Academia Real de Medicina; excelente, por otra parte, para los niños; mejor aún contra los dolores de cabeza, enfermedades del esófago, de los ojos y del oído —exclamó Vautrin con volubilidad cómica y el aire de un operador—. Pero ¿cuánto vale esa maravilla?, me diréis, caballos. ¡Dos sueldos! No. En absoluto. Se trata de un resto de serie hecho en el Gran Mogol y que todos los soberanos de Europa, incluyendo al duque de Bade, han querido ver. Entrad y pasad a la tienda. ¡Música! ¡Bum, la, la, trin! ¡La, la, bum, bum! Señor del clarinete, desafinas —añadió con voz ronca—; voy a darte en los dedos.
—¡Dios mío!, qué simpático es ese hombre —dijo la señora Vauquer a la señora Couture—; nunca me cansaría de oírle.
En medio de las risas y de las bromas de las que este cómico discurso fue el comienzo, Eugenio pudo captar la mirada furtiva de la señorita Taillefer, que se inclinó sobre la señora Couture, al oído de la cual dijo algunas palabras.
—Ahí está el cabriolé —dijo Silvia.
—¿Adónde va, pues, a comer? —preguntó Bianchon.
—A casa de la baronesa de Nucingen.
—La hija del señor Goriot —respondió el estudiante.
Al oír este nombre, las miradas se posaron en el antiguo fabricante de fideos, que contemplaba a Eugenio con una especie de envidia.
Rastignac llegó a la calle Saint-Lazare, a una de aquellas casas ligeras, de columnas delgadas y pórticos mezquinos que constituyen lo lindo en París, una verdadera casa de banquero, llena de rebuscados detalles costosos. Encontró a la señora de Nucingen en un saloncito con pinturas italianas, cuya decoración parecía la de los cafés.
La baronesa estaba triste. Los esfuerzos que hizo por disimular su pena interesaron a Eugenio tanto más vivamente cuanto que no había en ellos nada de fingido. Quería alegrar a una mujer con su presencia, y la encontraba presa de la desesperación. Esta contrariedad hirió su amor propio.
—Tengo pocos derechos a vuestra confianza, señora —dijo después de haberla atormentado queriendo averiguar el motivo de su preocupación—; pero en caso de que viniera a molestaros, cuento con vuestra buena fe para que me lo dijerais con toda franqueza.
—Quedaos —dijo la joven—; estaría sola si os marchaseis. Nucingen come fuera de casa y no quisiera quedarme sola. Necesito distraerme.
—Pero ¿qué os ocurre?
—Vos seríais la última persona a quien se lo diría —exclamó la señora de Nucingen.
—Quiero saberlo, ya que debo de tener parte de algún modo en ese secreto.
—¡Es posible! Pero no —repuso—; se trata de querellas del hogar que han de ser sepultadas en el corazón. ¿No os lo decía anteayer? No soy feliz. Las cadenas de oro son las más pesadas.
Cuando una mujer le dice a un joven que es desgraciada, si ese joven es inteligente, elegante, si tiene en el bolsillo mil quinientos francos de ociosidad, debe pensar lo que se decía a sí mismo Eugenio, y se vuelve fatuo.
—¿Qué podéis desear? —respondió—. Sois hermosa, joven, amada, rica.
—No hablemos de mí —dijo la joven con un triste gesto—. Comeremos juntos e iremos a oír la música más deliciosa. ¿Soy de vuestro agrado? —añadió levantándose y mostrándole su vestido de cachemira blanco con dibujos persas, muy elegante.
—Quisiera que fueseis toda para mí —dijo Eugenio—. Sois encantadora.
—Tendríais una triste propiedad —dijo la señora de Nucingen sonriendo con amargura—. Nada aquí os anuncia la desgracia, y sin embargo, a pesar de las apariencias, estoy desesperada. Mis penas me quitan el sueño, me pondré fea.
—¡Oh!, eso es imposible —dijo el estudiante—. Pero estoy intrigado por conocer esas penas que, al parecer, un amor abnegado sería incapaz de borrar.
—¡Oh!, si os las confesase huiríais de mí. Vos no me amáis todavía más que por una galantería que es corriente en los hombres; pero si me amaseis mucho caeríais en una terrible desesperación. Ya veis que debo callar. Por favor, hablemos de otra cosa. Venid a ver mis apartamentos.
—No, quedémonos aquí —respondió Eugenio sentándose en un diván, delante de la chimenea, junto a la señora de Nucingen, cuya mano tomó con confianza.
Ella se la dejó tomar e incluso la apoyó en la del joven por uno de esos movimientos de fuerza concentrada que revelan intensas emociones.
—Escuchad —le dijo Rastignac—; si tenéis penas, debéis confiármelas. Quiero demostraros que os quiero por vos misma. O me habláis y me contáis vuestras cuitas para que pueda disiparlas, aunque para ello tuviera que matar a seis hombres, o saldré de aquí para no volver.
—¡Bien! —exclamó, con un pensamiento de desesperación que le hizo darse un golpe con la mano en la frente—, ahora mismo voy a poneros a prueba.
Dicho esto, tiró del cordón de la campanilla.
—¿Está dispuesto el coche del señor? —preguntó a su ayuda de cámara.
—Sí, señora.
—Voy a utilizarlo. Al señor le daréis el mío y mis caballos. No serviréis la comida hasta las siete. Vamos —dijo a Eugenio, el cual creyó estar soñando cuando se encontró en el cupé del señor de Nucingen al lado de aquella mujer.
—Al Palacio Real —dijo al cochero—, cerca del Teatro Francés.
Durante el camino pareció agitada, y negóse a contestar a las mil preguntas que le hizo Eugenio, quien no sabía qué pensar de aquella resistencia muda, compacta, obtusa.
—En un momento se me escapa —decíase el joven.
Cuando el coche paró, la baronesa miró al estudiante con un aire que impuso silencio a sus locas palabras.
—¿De veras me amáis? —preguntóle la señora de Nucingen.
—Sí —respondió Eugenio disimulando la inquietud que le embargaba.
—¿No pensaréis nada malo de mí, fuera lo que fuese lo que os pidiera?
—No.
—¿Estáis dispuesto a obedecerme?
—Ciegamente.
—¿Habéis ido alguna vez a una casa de juego? —preguntóle con voz trémula.
—Jamás.
—¡Ah!, entonces respiro. Seréis feliz. Tomad, aquí tenéis mi bolsa. Hay cien francos; es todo lo que posee esta mujer tan dichosa. Subid a una sala de juego; no sé dónde están, pero sé que las hay en el Palacio Real. Arriesgad los cien francos en un juego que llaman la ruleta y perdedlo todo o traedme seis mil francos. Al regreso os contaré mis penas.
—Que el diablo me lleve si entiendo algo de lo que debo hacer, pero voy a obedeceros —dijo con una gran alegría producida por el siguiente pensamiento: «Se compromete conmigo; no podrá negarme nada».
Eugenio coge la hermosa bolsa y corre al número nueve después de haber hecho que un comerciante le indicase la casa de juego más próxima. Sube a ella, deja que le cojan el sombrero y pregunta dónde está la ruleta. Ante el asombro de los contertulios, el encargado de la sala le lleva junto a una larga mesa. Eugenio, seguido de todos los espectadores, pregunta sin rebozo dónde hay que hacer la apuesta.
—Si colocáis un luis en uno solo de estos treinta y seis números, y sale, tendréis treinta y seis luises —le dijo un anciano respetable de cabellos blancos.
Eugenio echa los cien francos en la cifra de su edad, veintiuno. Un grito de sorpresa resuena sin que él se dé cuenta de lo que ocurre. Había ganado sin saberlo.
—Retirad vuestro dinero —le dice el anciano—; no se gana dos veces con ese sistema.
Eugenio retira los tres mil seiscientos francos, y sin saber todavía nada de aquel juego, los coloca sobre el rojo. Los contertulios le miran con envidia, viendo que sigue jugando. Gira la rueda, vuelve a ganar, y el banquero le echa otros tres mil seiscientos francos.
—Tenéis ya siete mil doscientos francos —le dice al oído el señor anciano—. Si queréis hacerme caso, os marcharéis; el rojo ha pasado ocho veces. Si sois caritativo, reconoceréis este buen aviso aliviando la miseria de un antiguo prefecto de Napoleón que se encuentra en la última necesidad.
Rastignac, perplejo, se deja coger diez luises por el hombre de cabello blanco, y sale a la calle con los siete mil francos, sin comprender todavía nada de aquel juego, pero asombrado de su buena suerte.
—¡Bien!, ¿adónde vais a llevarme ahora? —dijo mostrando los siete mil francos a la señora de Nucingen cuando la portezuela del coche estuvo cerrada.
Delfina le estrechó entre sus brazos con un abrazo loco y le besó vivamente, pero sin pasión.
—¡Me habéis salvado!
Por sus mejillas corrían lágrimas de alegría.
—Voy a contároslo todo, amigo mío. Seréis mi amigo, ¿no es cierto? Me veis rica, opulenta, nada me falta o parece que no me falta nada. Pues bien, sabed que el señor de Nucingen no me deja disponer de un solo céntimo: él paga toda la casa, mis coches, mis palcos; me asigna para mi «toilette» una suma insuficiente; me reduce, por cálculo, a una secreta miseria. Soy demasiado orgullosa para implorarle. ¿No sería acaso la última de las criaturas si yo tomase su dinero al precio que él quiere vendérmelo?
¿Cómo, yo, rica de setecientos mil francos, me he dejado despojar? Por orgullo, por indignación. Somos tan jóvenes, tan ingenuas cuando iniciamos la vida conyugal. La palabra con la cual era preciso que yo pidiese dinero a mi marido me desgarraba la boca; nunca me atreví a hacerlo, y fui gastando el dinero de mis economías y el que me daba mi pobre padre; luego quedé llena de deudas. El matrimonio es para mí la más horrible de las decepciones; no puedo hablaros de ello: básteos saber que me arrojaría por la ventana si hubiera de vivir con Nucingen de otro modo que no fuese con habitaciones separadas. Cuando ha sido preciso declararle mis deudas, deudas de joyas, de caprichos (mi pobre padre nos había acostumbrado a no negarnos nada), he pasado un verdadero calvario; pero al fin encontré el valor para decírselo. ¿Acaso no tenía una fortuna que era mía? Nucingen se ha encolerizado, me ha dicho que yo le arruinaría, ha dicho barbaridades. Yo habría querido estar a cien pies bajo tierra. Como él había tomado mi dote, ha pagado; pero estipulando para lo sucesivo, para mis gastos personales, una pensión a la que me he resignado, con objeto de tener paz. Después, yo quise responder al amor propio de uno que vos conocéis —dijo la señora de Nucingen—. Aunque haya sido engañada por él, debo reconocer la nobleza de su carácter. Pero al fin me ha abandonado de un modo indigno. Uno no debería abandonar nunca a una mujer a la que, en un momento de apuro, se le ha dado un montón de oro. Uno debe amarla siempre. Vos, hermosa alma de veintiún años; vos, joven y puro, me preguntaréis cómo puede una mujer aceptar oro de un hombre. ¡Dios mío!, ¿no es natural compartirlo todo con el ser al que debemos la felicidad? Cuando los amantes se lo han dado todo, ¿quién podría preocuparse por una parte pequeña de ese todo? El dinero sólo significa algo en el momento en que el sentimiento ya no existe. ¿No se encuentra uno atado por toda la vida? ¿Quién de nosotros prevé una separación al creerse amado?
Vosotros nos juráis amor eterno; ¿cómo, entonces, tener intereses distintos? Vos no sabéis lo que he sufrido hoy cuando Nucingen se ha negado rotundamente a darme seis mil francos, él que se los da todos los meses a su amante, una corista de la Opera. Yo quería matarme. Las ideas más locas cruzaban por mi imaginación. Hubo momentos en que envidiaba la suerte de una criada, de mi doncella. Ir a encontrar a nuestro padre, ¡qué locura! Anastasia y yo le hemos arruinado: mi pobre padre se habría vendido si pudiera valer seis mil francos. Yo habría ido a desesperarle en vano. Vos me habéis salvado de la vergüenza y de la muerte; estaba ebria de dolor. ¡Ah!, caballero, yo os debía esta explicación: he sido una insensata para con vos. Cuando me habéis dejado, y os he perdido de vista, yo quería huir a pie… ¿Adónde? No lo sé. He aquí la vida de la mitad de las mujeres de París: lujo exterior, cueles preocupaciones en el alma. Conozco a pobres criaturas aún más desdichadas que yo. Hay mujeres que se ven obligadas a decir a sus proveedores que les hagan facturas falsas. Otras tienen que robar a sus criados: los unos roen que unas cachemiras de cien luises se dan por quinientos francos, los otros que una cachemira de quinientos francos vale cien luises. Hay algunas pobres mujeres que hacen ayunar a sus hijos y sisan para poder comprarse un vestido. Yo estoy limpia de tales odiosos engaños. He aquí mi última angustia. Si algunas mujeres se venden a sus maridos para poder gobernarles, yo, por lo menos, soy libre. Podría hacerme cubrir de oro por Nucingen y prefiero llorar con la cabeza apoyada en el corazón de un hombre al que pueda apreciar. ¡Ah!, esta noche el señor De Marsay no tendrá el derecho de mirarme como a una mujer a la cual ha pagado.
Diciendo esto, la señora de Nucingen se cubrió el rostro con las manos para no mostrar sus lágrimas a Eugenio, quien le apartó las manos para poder contemplar su cara. Estaba sublime.
—Mezclar el dinero con los sentimientos, ¿no es algo horrible? —añadió la joven—. Vos no podréis amarme.
Esta mezcla de buenos sentimientos, que hacen tan grandes a las mujeres, y de faltas que la actual constitución de la sociedad les hace cometer, conmovió a Eugenio, que decía palabras dulces y consoladoras, admirando a aquella bella mujer, tan ingenuamente imprudente en su grito de dolor.
—¿No usaréis esto como un arma contra mí? —dijo la señora de Nucingen—. Prometédmelo.
—¡Ah, señora! Soy incapaz de ello —respondió Eugenio.
Ella le cogió la mano y la puso sobre su corazón con un movimiento lleno de gratitud y afecto.
—Gracias a vos vuelvo a ser libre y feliz. Vivía oprimida por una mano de hierro. Ahora quiero vivir sencillamente, sin gastar nada. Os agradaré tal como voy a ser de ahora en adelante, ¿verdad, amigo? Quedaos con esto —dijo, tomando solamente seis billetes de banco—. En conciencia os debo mil escudos, porque me considero como si fuera a medias con vos.
Eugenio se defendió como una virgen. Pero tomó el dinero al decirle la baronesa:
—Os consideraré como mi enemigo si no sois mi cómplice.
—Lo pondremos como depósito para caso de desgracia —dijo.
—He aquí la palabra que tanto temía —exclamó la joven palideciendo—. Si queréis que sea algo para vos, juradme —le dijo— que no volveréis nunca más al juego. ¡Dios mío! ¡Corromperos yo! Me moriría de pena.
Habían llegado. El contraste de esta miseria y de esta opulencia aturdía al estudiante, en cuyos oídos resonaban las siniestras palabras de Vautrin.
—Venid —dijo la baronesa entrando en su habitación y señalando un diván junto a la chimenea—, voy a escribir una carta muy difícil. Aconsejadme.
—No escribáis —le dijo Eugenio—; poned los billetes dentro de un sobre, poned las señas y enviadlos por mano le vuestra doncella.
—¡Pero si sois un sol! —exclamó la baronesa—. ¡Ved, señor, lo que vale el haber recibido una buena educación! Eso es Beauséant puro —añadió sonriendo.
—Es encantadora —pensó Eugenio, más enamorado cada vez. Miró hacia aquella estancia, en la que se respiraba la voluptuosa elegancia de una rica cortesana.
—¿Os gusta? —dijo llamando con la campanilla a su doncella—. Teresa, llevad esto al señor De Marsay y entregádselo personalmente. Si no le encontráis, me traeréis de nuevo la carta.
Teresa partió, no sin antes haber lanzado una maliciosa mirada a Eugenio. La comida estaba servida. Rastignac dio el brazo a la señora de Nucingen, la cual le condujo a un comedor delicioso, donde volvió a encontrar el lujo que había admirado en casa de su prima.
—Los días en que haya función en los Italianos —dijo la baronesa— vendréis a comer a mi casa y nos acompañareis.
—Me acostumbraría a esta dulce vida si había de durar; pero soy un pobre estudiante que ha de hacer aún su fortuna.
—Ya se hará —le dijo riendo la baronesa—; ya veis como todo se arregla: no esperaba ser tan feliz.
Es propio de la naturaleza femenina el demostrar lo imposible por medio de lo posible y destruir los hechos por medio de los presentimientos. Cuando la señora de Nucingen y Rastignac entraron en su palco de los Bouffons, ella aparecía con aire de satisfacción que la hacía tan hermosa, que todos se permitieron aquellas pequeñas calumnias contra las cuales las mujeres carecen de defensa y que a menudo hacen creer en desórdenes inventados. Cuando se conoce París, no se cree nada de lo que se dice y no se dice nada de lo que se hace.
Eugenio cogió la mano de la baronesa, y ambos se hablaron por medio de presiones más o menos intensas, comunicándose las sensaciones que les producía la música. Para ellos, aquella velada fue embriagadora. Salieron juntos, y la señora de Nucingen quiso acompañar a Eugenio hasta el Puente Nuevo, disputándole, durante todo el camino, uno de los besos que ella le había prodigado tan calurosamente en el Palacio Real. Eugenio le reprochó esta inconsecuencia.
—Antes —respondió la joven— era gratitud por una abnegación inesperada; ahora sería una promesa.
—Y no queréis hacerme ninguna, ingrata.
Eugenio se enfadó. Con uno de aquellos gestos de impaciencia que encantan a un amante, la baronesa le dio la mano para que se la besara.
—Hasta el lunes, en el baile —le dijo.
Mientras regresaba a pie, con una noche de luna, Eugenio se hallaba sumido en graves reflexiones. Estaba a la vez contento y descontento: contento de una aventura cuyo probable desenlace le brindaba una de las más bellas y elegantes mujeres de París, objeto de sus deseos; descontento de ver frustrados sus proyectos de fortuna, y fue entonces cuando sintió la realidad de los pensamientos indecisos a los que se había entregado dos días antes. La falta de éxito nos revela siempre el poder de nuestras pretensiones. Cuanto más gozaba Eugenio de la vida parisiense, tanto menos quería permanecer oscuro y pobre. Manoseaba su billete de mil francos en el bolsillo, haciéndose mil razonamientos capciosos para apropiárselo. Finalmente llegó a la calle Neuve-Sainte-Geneviève, y cuando estuvo en lo alto de la escalera, vio una luz encendida. Papá Goriot había dejado la puerta abierta y encendida su bujía para que el estudiante no se olvidase de contarle su hija, según su expresión. Eugenio no le ocultó nada.
—Pero —exclamó papá Goriot en un violento y desesperado acceso de celos— ellas me creen arruinado: todavía tengo mil trescientas libras de renta. ¡Dios mío! ¡Pobre pequeña!, ¿por qué no venía a verme? Yo habría vendido mis rentas, habríamos tomado del capital y con d resto yo me habría hecho un vitalicio. ¿Por qué no vinisteis a comunicarme el apuro en que se encontraba, mi buen vecino? ¿Cómo habéis tenido valor para arriesgar en el juego sus únicos cien francos? Esto me parte el alma. Ved lo que son los yernos. ¡Oh!, si pudiera, les estrangularía con mis propias manos. ¡Dios mío! ¿Ha llorado mi hija?
—Con la cabeza apoyada en mi chaleco —dijo Eugenio.
—¡Oh!, dádmelo —dijo papá Goriot—. Habrá quedado en él la huella de sus lágrimas, lágrimas de mi querida Delfina, que nunca lloraba siendo niña. ¡Oh!, ya os compraré otro; no lo llevéis, dejádmelo. Mi hija, según su contrato, debe disfrutar de sus bienes. ¡Ah!, iré a ver a Derville, un procurador, a partir de mañana. Voy a exigir la imposición de su fortuna. Conozco las leyes; soy un viejo lobo, y voy a recobrar mis dientes.
—Tomad —dijo el estudiante—; aquí tenéis mil francos que ella ha querido darme por lo que hemos ganado. Guardádselos en el chaleco.
Goriot miró a Eugenio, le tendió la mano para coger la suya, sobre la cual dejó caer una lágrima.
—Vos triunfaréis en la vida —le dijo el anciano—. Dios es justo, ¿sabéis? Yo sé lo que es la honradez, y puedo aseguraros que hay pocos hombres que se parezcan a vos. ¿Queréis, pues, ser mi hijo querido? Id a dormir. Podéis dormir porque todavía no sois padre. Ella ha llorado, y me entero de esto yo, que estaba tranquilamente comiendo como un imbécil mientras ella sufría; ¡yo, que vendería al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo para evitar una lágrima a las dos!
—A fe mía —decíase Eugenio al acostarse—, creo que seré un hombre honrado toda mi vida. Se encuentra un gran placer en obedecer las inspiraciones de la conciencia.
Quizá sólo aquellos que creen en Dios hacen el bien en secreto, y Eugenio creía en Dios.
Al día siguiente, a la hora del baile, Rastignac fue a casa de la señora de Beauséant, quien se lo llevó para presentárselo a la duquesa de Carigliano. Fue acogido del modo más cordial por la mariscala, en cuya casa encontró a la señora de Nucingen. Delfina se había arreglado con la intención de agradar a todos para mejor agradar a Eugenio, de quien esperaba impaciente una mirada, creyendo disimular su impaciencia. Para quien sabe adivinar las emociones de una mujer, este momento está lleno de delicias. ¿Quién no se ha complacido a menudo en hacer esperar su opinión, en disimular coquetamente su placer, en buscar confesiones en la inquietud que uno ocasiona, en gozar de temores que uno disipará con una sonrisa? Durante aquella fiesta, el estudiante midió de un solo golpe el alcance de su posición y comprendió que ocupaba en el mundo una posición importante al ser primo de la señora de Beauséant. La conquista de la señora baronesa de Nucingen, que la gente ya le atribuía, le hacía destacar de tal modo, que todos los jóvenes le lanzaban miradas de envidia; al sorprender una de estas miradas, saboreó los primeros placeres de la fatuidad. Al pasar de un salón a otro, al atravesar los grupos, oyó alabar su suerte. Las mujeres le predecían éxitos todas ellas. Delfina, temiendo perderle, le prometió que no le negaría por la noche el beso que tanto empeño había puesto en no darle dos días antes. En aquel baile, Rastignac recibió varias invitaciones. Fue presentado por su prima a algunas mujeres, todas las cuales tenían pretensiones de elegancia, y cuyas casas pasaban por agradables; viose, arrojado al mundo más grande y hermoso de París. Aquella velada, pues, tuvo para él los encantos de un brillante debut, y había de acordarse de ella hasta en los días de la ancianidad, como una muchacha se acuerda del baile en el que obtuvo triunfos. Al día siguiente, cuando, durante el desayuno, contó sus éxitos a papá Goriot delante de los huéspedes, Vautrin comenzó a sonreír de un modo diabólico.
—¿Y creéis —exclamó aquel lógico feroz— que un joven de moda puede vivir en la calle Neuve-Sainte-Geneviève, en Casa Vauquer, pensión infinitamente respetable por todos conceptos, ciertamente, pero que no es en modo alguno una pensión elegante? Es hermosa en su abundancia, está orgullosa de ser la mansión provisional de un Rastignac; pero, después de todo, está en la calle Neuve-Sainte-Geneviève, y no sabe lo que es el lujo, porque es puramente Mi joven amigo —prosiguió Vautrin con aire paternalmente burlón—, si queréis triunfar en París necesitáis tres caballos y un tílburi por la mañana y un cupé por la tarde, en total mil francos por el vehículo. Seríais indigno de vuestro destino si no gastaseis más que tres mil francos en casa de vuestro sastre, seiscientos francos en el perfumista, cien escudos en el zapatero y cien escudos en el sombrerero. En cuanto a vuestra lavandera, os costará mil francos. Los jóvenes de moda no pueden prescindir del asunto de la ropa blanca: ¿no es acaso lo que con mayor frecuencia se examina en ellos? El amor y la iglesia quieren bellos manteles sobre sus altares. Estamos a catorce mil. No os hablo de que perderéis en el juego, en apuestas, en regalos; yo he llevado esa clase de vida, y la conozco bien. Añadid a esas necesidades primeras trescientos luises para el pienso y mil para el alojamiento. Vamos, hijo mío, o contamos con veinticinco mil al año o hacemos el ridículo y perderemos nuestro porvenir, nuestros éxitos, nuestras amantes. Me olvidaba del ayuda de cámara y el lacayo. ¿Será Cristóbal el que llevará vuestras tiernas misivas? ¿Las escribiréis en el papel que usáis? Equivaldría a suicidaros. Creed a un viejo lleno de experiencia —agregó haciendo un rinforzando en su voz de bajo—. O vais a desterraros a una humilde buhardilla y os casáis con el trabajo, o tomáis otro camino.
Y Vautrin guiñó el ojo mirando hacia la señorita Taillefer de una forma que recordó y resumió con esta mirada los razonamientos seductores que había sembrado en el corazón del estudiante para corromperlo. Varios días transcurrieron durante los cuales llevó Rastignac la vida más disipada. Comía casi todos los días con la señora de Nucingen, a la que acompañaba en sociedad.
Regresaba a las tres o las cuatro de la madrugada, se levantaba a mediodía para asearse, iba a pasear al Bosque de Bolonia con Delfina cuando hacía buen tiempo, prodigando así su tiempo sin saber el precio del mismo, y aspirando todas las enseñanzas, todas las seducciones del lujo con el ardor que se apodera del impaciente cáliz de una palmera datilera hembra para el polvo fecundante de su himeneo. Jugaba fuerte, perdía o ganaba mucho y acabó habituándose a la vida exorbitante de los jóvenes de París. Al obtener sus primeras ganancias, había enviado mil quinientos francos a su madre y a sus hermanas, acompañando su restitución de ricos presentes. Aunque había manifestado su intención de abandonar la Casa Vauquer, se encontraba todavía en ella durante los últimos días del mes de enero, y no sabía cómo salir de ella. Los jóvenes se hallan sometidos casi todos a una ley en apariencia inexplicable, pero cuya razón proviene de su misma juventud y de la especie de furor con la que se entregan al placer. Ricos o pobres, nunca tienen dinero para las necesidades de la vida, en tanto que lo encuentran siempre para sus caprichos. Pródigos de todo lo que se obtiene a crédito, son avaros de todo lo que se paga en el instante mismo, y parecen vengarse de lo que no tienen, disipando todo lo que pueden tener. Así, para exponer la cuestión de un modo claro, un estudiante se preocupa mucho más por su sombrero que por su traje. La enormidad de la ganancia hace al sastre esencialmente fiador, mientras que lo módico de la suma hace del sombrerero uno de los seres más intratables entre los cuales se ve obligado a mantener relaciones. Si el joven ofrece en un teatro magníficos chalecos a los binóculos de las mujeres, es dudoso que lleve calcetines. Rastignac era también así. Siempre vacía para la señora Vauquer, siempre llena para las exigencias de la vanidad, su bolsa poseía reveses y éxitos lunáticos en desacuerdo con los pagos más naturales.
Con objeto de abandonar su pensión maloliente, innoble, en la que se humillaban periódicamente sus pretensiones, ¿no hacía falta pagar un mes a su patrona y comprar muebles para su apartamento de dandy? Era siempre algo imposible. Si, a fin de procurar el dinero necesario para su juego, Rastignac sabía comprar en casa de su joyero relojes y cadenas de oro que luego llevaba al Monte de Piedad, ese sombrío y discreto amigo de la juventud, se encontraba sin inventiva y sin audacia cuando se trataba de pagar la comida, el alojamiento o de comprar los accesorios indispensables para la explotación de la vida elegante. Una necesidad vulgar, deudas contraídas para necesidades satisfechas, ya no le inquietaban. Como la mayor parte de aquellos que han conocido esta vida de azar, aguardaba hasta el último instante para saldar créditos sagrados a los ojos de los burgueses, como hacía Mirabeau, que no pagaba el pan hasta que se le presentaban bajo la forma apremiante de una letra de cambio. Hacia esa época, Rastignac había perdido el dinero y se había cubierto de deudas. El estudiante empezaba a comprender que le sería imposible continuar esta existencia sin tener recursos fijos. Pero, aun gimiendo bajo los punzantes efectos de su precaria situación, sentíase incapaz de renunciar a los goces excesivos de esta vida y quería continuarla a toda costa. Los azares con los que había contado para su fortuna hacíanse quiméricos, y los obstáculos reales iban en aumento. Al iniciarse en los secretos domésticos del señor y de la señora de Nucingen habíase dado cuenta de que, para convertir el amor en instrumento de fortuna, era preciso haber perdido toda la vergüenza y renunciar a las nobles ideas que constituyen la absolución de las faltas de la juventud. Esta vida exteriormente espléndida, pero roída por todos los gusanos del remordimiento y cuyos fugaces placeres eran expiados por persistentes angustias, la había abrazado resueltamente Eugenio, y se revolcaba en ella, haciendo, como el Distraído de La Bruyère, un lecho en el fango; pero, como el Distraído, todavía no manchaba más que su vestido.
—¿De modo que hemos dado muerte al mandarín? —le dijo un día Bianchon al levantarse de la mesa.
—Todavía no, pero se encuentra en sus estertores.
El estudiante de medicina tomó estas palabras como una broma, pero no era tal. Eugenio, que desde hacía tiempo comía por primera vez en la pensión, habíase mostrado pensativo durante la comida. En vez de marcharse, después de los postres, quedóse en el comedor, sentado al lado de la señorita Taillefer, a la cual lanzó de vez en cuando miradas expresivas. Algunos huéspedes estaban aún sentados a la mesa comiendo nueces, otros se paseaban continuando discusiones empezadas. Como casi todas las tardes, cada cual se marchaba cuando le parecía, según el grado de interés que tomaba en la conversación o según la mayor o menor pesadez que le causaba su digestión. En invierno era raro que el comedor fuera completamente evacuado antes de las ocho, momento en el que las cuatro mujeres permanecían solas y se vengaban del silencio que su sexo les imponía en medio de aquella reunión masculina. Intrigado por la preocupación de que Eugenio daba muestras, Vautrin permaneció en el comedor, aunque al principio hubiera parecido que tenía prisa en salir y se mantuvo constantemente de un modo que Eugenio no le viera y creyera que se había marchado. Después, en vez de acompañar a aquellos huéspedes que fueron los últimos en marcharse, se quedó en el salón. Había leído en el alma del estudiante y presentía un síntoma decisivo. Rastignac se encontraba en efecto en una situación perpleja que muchos jóvenes han debido conocer. Amante o coqueta, la señora de Nucingen había hecho pasar a Rastignac por todas las angustias de una pasión verdadera, desplegando para con él los recursos de la diplomacia femenina de moda en París. Después de haberse comprometido a los ojos de la gente para establecer cerca de ella al primo de la señora de Beauséant, vacilaba en darle realmente los derechos de los que él ya parecía disfrutar.
Desde hacía un mes excitaba tanto los sentidos de Eugenio, que había acabado ya atacándole también el corazón. Si en los primeros momentos de sus relaciones el estudiante había creído ser el dueño, la señora de Nucingen habíase convertido en la más fuerte, con ayuda de aquellas maniobras que ponían en movimiento en Eugenio todos los sentimientos, buenos o malos, de los dos o tres hombres que coexisten en un joven de París. ¿Era esto un cálculo por parte de ella? No; las mujeres son siempre sinceras, incluso en medio de sus mayores falsedades, porque ceden a algún sentimiento natural. Quizá Delfina, después de haber dejado que sobre ella tomara tanto imperio aquel joven y haberle demostrado un afecto excesivo, obedecía a un sentimiento de dignidad que hacía que retrocediese en sus concesiones o se complaciera en suspenderlas. ¡Es tan propio de una parisiense, en el momento en que una pasión la arrastra, el vacilar en su caída, el querer probar el corazón de aquél a quien va a entregar su porvenir! Todas las esperanzas de la señora de Nucingen habían sido traicionadas una sola vez y su fidelidad por un joven egoísta acababa de ser pagada con ingratitud. Tenía todo el derecho de ser desconfiada. Quizás había advertido en las maneras de Eugenio, al que su rápido éxito había engreído, una especie de falsa estima ocasionada por lo extraño de la situación de ambos. Sin duda deseaba parecer imponente a un hombre de esa edad y encontrarse grande delante de él después de haber sido durante mucho tiempo pequeña delante de aquel que la había abandonado. No quería que Eugenio la creyera una conquista fácil, precisamente porque sabía que había pertenecido a De Marsay. En fin, después de haber sufrido el degradante placer de un verdadero monstruo, de un joven libertino, era tanto el goce que experimentaba al pasearse por las floridas regiones del amor, que constituía sin duda un encanto para ella el admirar todos sus aspectos, escuchar durante mucho tiempo sus estremecimientos y dejarse acariciar mucho tiempo por castas brisas. El verdadero amor expiaba las faltas del mal amor.
Este contrasentido será desgraciadamente frecuente en tanto los hombres no sepan cuántas flores destrozan en el alma de una joven los primeros golpes del engaño. Fueran cuales fueran sus razones, el caso es que Delfina se burlaba de Rastignac y se complacía en burlarse de él, sin duda porque se sabía amada y estaba segura de poder hacer cesar las angustias de su amante conforme a su real capricho de mujer. Por respeto a sí mismo, Eugenio no quería que su primer combate terminara en una derrota, y persistía en su conducta, como un cazador que quiere absolutamente matar una perdiz en su primera salida. Sus ansiedades, su amor propio herido, sus desesperaciones, falsas o verdaderas, le ataban cada vez más a aquella mujer. Todo París creía que tenía relaciones íntimas con la señora de Nucingen, cerca de la cual no se hallaba en situación más avanzada que el primer día en que la había visto. Ignorando aún que la coquetería de una mujer ofrece a veces más beneficios que placer concede su amor, entregábase a insensatos accesos de rabia. Si el período durante el cual una mujer se resiste al amor ofrecía a Rastignac el botín de sus primicias, éstas le resultaban tan costosas como verdes, agridulces y deliciosas al paladar. A veces, viéndose sin un céntimo, sin porvenir, pensaba, a pesar de la voz de su conciencia, en las oportunidades de fortuna cuya posibilidad le había mostrado Vautrin en una boda con la señorita Taillefer. Ahora bien, se encontraba entonces en un momento en el que la miseria le hablaba con voz tan alta, que cedió casi involuntariamente a los sacrificios de la terrible esfinge por las miradas de la cual se sentía a menudo fascinado. En el momento en que Poiret y la señorita Michonneau volvieron a subir a sus respectivos aposentos, creyendo Rastignac que se encontraba solo entre la señora Vauquer y la señora Couture, que estaba haciéndose unas mangas de lana, cabeceando el sueño junto a la estufa, miró a la señorita Taillefer de un modo lo suficientemente tierno como para hacer que ésta bajase los ojos.
—¿Acaso tenéis alguna pena, señor Eugenio? —le dijo Victorina tras un momento de silencio.
—¡Qué hombre no las tiene! —respondió Rastignac—. Si estuviésemos seguros, nosotros, los jóvenes, de ser amados, con una abnegación que nos recompensase de los sacrificios que en todo momento estamos dispuestos a hacer, quizá no tendríamos nunca penas.
La señorita Taillefer le dirigió, por toda respuesta, una mirada que no era equívoca.
—Vos, señorita, vos os creéis hoy segura de vuestro corazón; ¿pero responderíais de que éste no habría de cambiar nunca?
Una sonrisa vagó por los labios de la pobre muchacha, romo un rayo de sol que brotase de su alma, e hizo brillar de tal modo su semblante, que Eugenio tuvo miedo de haber provocado una tan viva explosión de sentimiento.
—Si mañana fueseis rica y dichosa, si una inmensa fortuna os cayera de las nubes, ¿seguiríais amando al joven pobre que os había agradado en vuestros momentos de apuro?
La muchacha hizo con la cabeza un gracioso movimiento de afirmación.
—¿Un joven que fuese muy desgraciado?
Nuevo movimiento.
—¿Qué tonterías estáis diciendo ahí? —exclamó la señora Vauquer.
—Dejadnos —respondió Eugenio—; nosotros nos entendemos.
—¿Habrá entonces promesa de matrimonio entre el señor Eugenio de Rastignac y la señorita Victorina Taillefer? —dijo Vautrin con su voz de bajo apareciendo de pronto a la puerta del comedor.
—¡Ah!, me habéis asustado —dijeron a una la señora Couture y la señora Vauquer.
—Podría escoger peor —respondió riendo Eugenio, a quien la voz de Vautrin causó la más cruel emoción que jamás había experimentado.
—¡Nada de bromas pesadas, caballeros! —dijo la señora Couture—. Vamos, hijita, subamos a nuestra habitación.
La señora Vauquer siguió a sus dos huéspedes con objeto de ahorrar luz y lumbre pasando la velada en la habitación de ellas. Eugenio se encontró solo, frente a frente, con Vautrin.
—Ya sabía yo que llegaríais a esto —le dijo aquel hombre mirándole con imperturbable sangre fría—. Pero habéis de saber que tengo tanta delicadeza como cualquier otra cosa. No os decidáis en este momento, porque no os encontráis en vuestra situación normal. Tenéis dudas. No quiero que sea la pasión, la desesperación, sino la razón la que os determine a venir a mí. Quizás os hagan falta mil escudos. Tomad. ¿Los queréis?
Aquel demonio sacó de su bolsillo una cartera, de la cual extrajo tres billetes que agitó delante de los ojos del estudiante. Eugenio se encontraba en la más cruel de las situaciones. Debía al marqués de Ajuda y al conde de Trailles cien luises perdidos bajo su palabra. No los tenía, y no se atrevía a ir a pasar la velada en casa de la señora de Restaud, donde se le estaba esperando. Era una de esas veladas sin ceremonia, en las que se comen pastelitos, se bebe té, pero pueden perderse seis mil francos al juego del
—Caballero —le dijo Eugenio disimulando a duras penas un temblor convulsivo—, después de lo que me habéis contado, debéis comprender que me es imposible estaros obligado en algo.
—Bien, me habríais dado un disgusto si me hubieseis hablado de otro modo —repuso el tentador—. Sois joven, guapo, delicado, orgulloso como un león y dulce como una muchacha. Seríais una buena presa para el diablo. Me gusta esta cualidad de los jóvenes. Todavía otras dos o tres reflexiones de alta política y veréis el mundo tal como es. Al representar algunas escenas de virtud, el hombre superior satisface todas sus fantasías con grandes aplausos de parte de los tontos de la galería. Dentro de unos días estaréis con nosotros. ¡Ah!, si quisierais ser mi alumno, os haría llegar a todas partes. No formularíais un deseo que no fuera satisfecho al instante, fuese cual fuese: honor, fortuna, mujeres. Toda la civilización se os convertiría en ambrosía. Seríais nuestro niño mimado, nuestro Benjamín, nos mataríamos por daros gusto. Todo lo que fuera para vos un obstáculo quedaría allanado. Si conserváis escrúpulos, ¿me tomáis, entonces, por un malvado? Pues, bien, un hombre que tenía tanta honradez como vos queréis tener, el señor de Turenne, efectuaba, sin creerse por ello comprendido, pequeños negocios con bandidos. No queréis estar obligado a mí en nada, ¿verdad? Tomad este dinero —añadió Vautrin sonriendo— y escribid ahí: «Aceptado por la suma de tres mil quinientos francos a pagar en un año». Y añadid la fecha. El interés es bastante subido para quitaros todo escrúpulo; podéis llamarme judío, y podéis considerarme como un ingrato. Permito que me despreciéis aún hoy, con la seguridad de que más tarde vais a quererme. Encontraréis en mí esos inmensos abismos, esos vastos sentimientos concentrados que los tontos llaman vicios; pero nunca me encontraréis cobarde ni ingrato. En fin, no estoy ni borracho ni loco, pequeño.
—¿Qué clase de hombre sois, entonces? —exclamó Eugenio—. Habéis sido creado para atormentarme.
—Soy un buen hombre que quiere ensuciarse para que vos estéis al abrigo del barro por el resto de vuestros días. ¿Me preguntáis por qué tengo tanto interés? Bien, algún día os lo diré suavemente al oído. Ante todo os he sorprendido mostrándoos el carillón del orden social y el juego de la maquinaria; pero vuestro primer susto se os pasará como el del soldado en el campo de batalla, y os acostumbraréis a la idea de considerar a los hombres como soldados decididos a morir al servicio de aquellos que se consagran reyes a sí mismos. Los tiempos han cambiado mucho. En otro tiempo se le decía a un valiente: «Ahí tienes cien escudos y me matas a fulano de tal», y uno cenaba tranquilamente después de haber liquidado a un hombre por un quítame allá esas pajas. Hoy os propongo datos una hermosa fortuna a cambio de un gesto que en nada os compromete y aún dudáis. Este siglo es un siglo blando.
Eugenio firmó el papel que le presentó Vautrin y recibió de éste los billetes de banco.
—Veamos —dijo Vautrin—. Voy a partir dentro de unos meses hacia América para ir a plantar mi tabaco. Os enviaré los cigarros de la amistad. Si llego a ser rico os ayudaré. Si no tengo hijos (que es lo más probable, porque no tengo intención de reproducirme), os legaré mi fortuna… ¿No es esto ser amigo de un hombre? Pero es que yo os quiero. Siento la pasión de sacrificarme por otro. Ya lo he hecho. ¿Sabéis?, yo vivo en una esfera más elevada que la de los otros hombres. Considero las acciones como medíos, y no veo más que el fin. ¿Qué es un hombre para mí? ¡Esto! —dijo haciendo chasquear la uña de su pulgar bajo uno de sus dientes—. Un hombre es todo o nada. Es menos que nada cuando se llama Poiret: se le puede aplastar como una chinche y apesta. Pero un hombre es un dios cuando se os parece: ya no es una máquina cubierta por la piel, sino un teatro en el que se suscitan los más bellos sentimientos, y yo no vivo más que por los sentimientos ¿Un sentimiento no es acaso el mundo en un pensamiento? Ved a papá Goriot: sus dos hijas son para él todo el universo, son el hilo mediante el cual él se guía a través del laberinto de la creación. Bien; para mí, que conozco la vida, no existe más que un sentimiento real, una amistad de hombre a hombre. Pierre y Jaffier, he ahí mi pasión. Me sé de memoria la Venecia ¿Habéis visto a muchas personas con arrestos suficientes como para, cuando un compañero dice: «¡Vamos a enterrar un cadáver!», ir a enterrarlo en seguida, sin pensarlo más? Yo he hecho esto. No hablaría así a todo el mundo. Pero vos sois un hombre superior, se os puede decir todo, todo lo comprendéis. Vos os casaréis. Saquemos nuestras puntas. La mía es de hierro y nunca se ablanda. ¡Je, je!
Vautrin salió sin querer oír la respuesta negativa del estudiante con objeto de que tuviera ocasión de reflexionar tranquilamente. Parecía conocer el secreto de aquellas pequeñas resistencias, de aquellos combates que a los hombres les sirven para justificarse a sí mismos sus acciones censurables.
—Que haga lo que quiera —se dijo Eugenio—, pero yo no me casaré con la señorita Taillefer.
Después de haber sufrido las molestias de una fiebre interior que le ocasionó la idea de un pacto con aquel hombre del que sentía horror, pero que crecía ante sus ojos por el cinismo mismo de sus ideas y por la audacia con que juzgaba a la sociedad, Rastignac se vistió, pidió un coche y fue a casa de la señora de Restaud. Desde hacía unos días, aquella mujer había redoblado su solicitud por el joven, cada paso del cual constituía un progreso en el corazón del gran mundo, y cuya influencia parecía haber de ser temible algún día. Pagó a los señores de Trailles y de Ajuda, jugó al whist una parte de la noche y recuperó lo que había perdido. Supersticioso como la mayor parte de los hombres cuyo camino aún está por recorrer y que son más o menos fatalistas, quiso ver en su felicidad una recompensa del cielo por su perseverancia en permanecer en el buen camino. Al día siguiente por la mañana apresuróse a preguntar a Vautrin si tenía aún su letra de cambio. Ante su respuesta afirmativa, le devolvió los tres mil francos manifestando un placer harto natural.
—Todo va bien —le dijo Vautrin.
—Pero yo no soy vuestro cómplice —dijo Eugenio.
—Lo sé, lo sé —interrumpióle Vautrin—. Todavía hacéis niñerías y os detenéis por cualquier bagatela.